«Villa Maya», una casita en Málaga, aunque muchos de los que por allí pasan desconocen la conmovedora historia que se vivió tras los muros de esta sencilla residencia que fue hogar del cónsul de México Porfirio Smerdou. En el horror que se desató en la ciudad el 18 de julio de 1936, sus apenas 100 metros cuadrados prestaron refugio a multitud de perseguidos que, gracias a la humanidad de Smerdou y su familia, pudieron salvar su vida.
Hoy pocos recuerdan que con apenas 32 años, que este hombre nacido en Trieste, ahijado del presidente de México Porfirio Díaz y educado en Bélgica, lo arriesgó todo para ocultar y salvar a 580 personas de ambos bandos durante la Guerra Civil.
Quica Pérez del Pulgar, la vecina del número 17, sí conoce bien su figura porque su propio padre llamó, como tantos otros, a la puerta de Smerdou pidiendo auxilio. Al alzamiento militar, sofocado en Málaga en sus primeros compases, le siguió una ola de violencia incontrolada contra todo aquel con ideas conservadoras. Familias enteras tuvieron que abandonar sus domicilios presas del pánico para esconderse en casas de familiares o amigos o escapar colina arriba. En aquellos días, un grupo de milicianos fue en busca del tío de Pérez del Pulgar a una casa situada algo más abajo que Villa Maya, también en el Limonar.
«Allí mismo mataron a mi tío y a mi abuelo. Mi padre logró escapar por la puerta de atrás y llamó a la puerta de Villa Maya, pero Smerdou tuvo que decirle que no porque no le cabía nadie más», relata Quica. Lejos de guardar rencor alguno, esta malagueña confiesa su admiración por el diplomático mexicano. «No me explico cómo pudo caber allí tanta gente. Hasta 70 personas llegaron a dormir en una casa que apenas tiene dos dormitorios, comedor, cuarto de estar, pasillo, cocina y un baño», reflexiona al recordar el interior de la vivienda que visitó hace años.
«Mi padre no pudo decir que no»
«El 18 de julio ya empezó a venir gente y mi padre no pudo decir que no», explica con sencillez Luis María Smerdou, uno de los cuatro hijos del cónsul. Apenas tenía seis años cuando estalló la guerra, pero aquel día se le quedó grabado en la memoria. Era sábado y se encontraba junto a su madre, sus hermanos y una tía suya que había ido a verles con sus hijos. Pasaban la tarde en un olivar a unos 20 metros de Villa Maya, cuando uno de sus primos comenzó a llorar por una apendicitis y tuvieron que ir corriendo al hospital. «Vi que había tropas por todos lados que pasaban y alguien me dijo: «es que hay una guerra»». Horas después, «comenzó a entrar gente en mi casa», prosigue Luis. De aquellos días de locos recuerda el ajetreo, la comida escasa y que «dormía con otros dos hermanos en una misma cama».
El primero en llamar a la puerta de Villa Maya fue el comerciante Ramón Varea. Le habían quemado su casa y dejado sin negocio. Conmovidos ante su difícil situación, Smerdou y su esposa Concha Altolaguirre Bolín, hermana del poeta Manuel Altolaguirre, le ofrecieron a él y a su familia que se quedaran en su casa. Después llegaron las familias del médico Agustín Santos Ayuso, la del prestigioso cirujano Patricio Gutiérrez del Álamo (abuelo de la exministra Rosa Conde), los Herrero Bolín, un grupo de nueve religiosos, Fernando Casal, Tomás Heredia, Antonio Parody, Fernando García, Matías Huelin, Leopoldo Werner, Ana Gonzálvez… La «lista» de «El Schindler de la Guerra Civil», como recoge el periodista Diego Carcedo en su libro (Ediciones B, 2003), es extensa.
El respaldo de México a la República había convertido a Smerdou en una persona respetada entre la izquierda, lo que facilitó su labor humanitaria. Además contó con el tácito consentimiento de destacadas autoridades de Málaga, contrarias a las continuas sacas y persecuciones de los más radicales. Incluso obtuvo las simpatías de los más exaltados que se habían adueñado de las calles. Le agradecían haber logrado el intercambio en Gibraltar de trece compañeras de milicianos anarquistas por trece familiares de Faustino Arévalo, el director del Banco Hispano Americano de Sevilla, así como del funcionario republicano Joaquín García Serón por Leopoldo Werner y su esposa. Gracias a su prestigio y sus contactos, Smerdou logró ir sacando de Málaga a muchos de los que ocultaba en Villa Maya, en el piso del cónsul argentino -cuando éste se marchó a Gibraltar y le pidió que atendiera sus asuntos-, o en la casa de un comerciante al que proporcionó una bandera mexicana por sus años en el país latinoamericano.
El himno de Villa Maya
En Villa Maya, de donde los refugiados no podían salir si no querían acabar asesinados junto al muro del cementerio, a la escasez de espacio y a los inconvenientes de contar con un solo baño para todos pronto se unió la falta de comida. Smerdou se encontró de un día para otro ante la dificultad por dar de comer a decenas de personas. Por suerte, un pariente acogido por el diplomático ofreció su ayuda. «Mi tío Fernando le dijo a mi padre que fuera a su casa, porque allí tenía 25.000 pesetas escondidas en una caja de caudales. Era muy arriesgado ir, pero mi padre no se lo pensó. Cuando llegó se encontró con que habían entrado en la casa. En el suelo había cristales de un espejo que habían roto y en la cocina, miel de unos tarros que habían tirado y que se le pegaba a la suela de los zapatos. Con miedo de que le sorprendieran allí, llegó al sitio donde estaba escondido el dinero y afortunadamente no le pasó nada”, relata Luis. Con esas 25.000 pesetas y lo que aportaron otros, los refugiados que fueron pasando por Villa Maya lograron sobrevivir hasta la entrada de las tropas de Queipo de Llano en Málaga en febrero de 1937.
Pese a la tensión de aquellos días y el miedo a que Villa Maya se convirtiera en una ratonera, Luis señala que los refugiados lograron organizarse internamente en la casa y las discusiones nunca llegaron a mayores. «Hasta inventaron un himno y todo», añade el hijo de Smerdou antes de arrancarse a cantar. «Somos los refugiados, de Villa Maya, los perseguidos por la canalla, que si se enteran no nos salva el pellejo ni la bandera. Estamos casi al borde del paroxismo. Cada día que pasa, pasa lo mismo. Y así esperando, nos pasamos la vida casi temblando. Pero daremos un grito honrado: ¡Viva nuestro Porfirio y el consulado!». Casi lloro, dice con lágrimas en los ojos el hijo del diplomático recordando la valentía que mostró su padre. «Él mismo decía que no sabía cómo tuvo esa especie de sangre fría».
Preocupado por el peligro que corrían allí sus hijos y su mujer embarazada (que con un feto extrauterino sufría fuertes dolores) y necesitado de espacio para albergar a tantos como solicitaban su ayuda, Smerdou buscó un pasaje para embarcar a su familia rumbo a Orán. Solo la pequeña Maya, de apenas dos años, se quedó en Málaga con la niñera. «Era una mujer que se había encargado de la niña desde pequeña y cuando le dijeron que se la llevaban, se negó y les amenazó con revelar a los milicianos que en la casa vivían 50 fascistas si no se quedaba con ella», aclara su hermano Luis.
En Casablanca, de camino a Tánger, Concha recibió con inmensa tristeza la noticia de la muerte de su hermano Luis Altolaguirre. Lo habían detenido por conducir un tranvía en una huelga, y en una de tantas sacas, lo habían sacado de prisión y lo habían matado en los muros del cementerio. Pese a sus esfuerzos, Smerdou no pudo salvarlo como a tantos otros. Tampoco logró evitar la muerte de Eduardo Bayo, un joven falangista que decidió abandonar Villa Maya y huyó por la colina para acabar horas después con cuatro tiros en el cuerpo.