«¡Y tan alta vida espero!» Rosario Navarro. In memoriam.

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En el mes de la Virgen del Rosario, el 26 de octubre, la Madre en la que tanto confiaba vino a recogerla para otorgarle la plenitud de la vida que ella tan bien intuía y tanto anhelaba. En la habitación de su casa, en la última madrugada, mantuvo durante unas horas, como una letanía que ella misma dirigía: “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, ahora y en la hora de nuestra muerte”.

Indomable, con la fuerza de voluntad que siempre la caracterizó, había decidido pasar de una vida a la otra glorificando al Dios Trinitario, en cuyo seno estaba segura que sería acogida.

Así fueron las últimas palabras de Rosario. Murió rodeada de toda su familia y el sacerdote amigo que la acompañó desde la infancia. Mientras, sus cinco hijos dormían en el piso de arriba. Porque Rosario tenía 45 años y es madre de seis hijos (uno ya en el cielo, tras un aborto natural temprano).

Su familia se ha caracterizado por su apertura a otras familias en un entramado de Familia de familias. Nacida en el seno del Movimiento Cultural Cristiano, de una familia constituida en los comienzos de esta asociación laical. Había vivido desde su infancia la fraternidad entusiasmante de una gran familia (red de familias) que comparten el ideal del seguimiento de Jesús en la Iglesia y en los más pobres. Educada, enamorada y casada también en el seno del Movimiento, la nueva familia no quiso privar a sus hijos de esta experiencia, que sentían como un privilegio y una misión.

Su gran pasión, la Educación. Maestra de maestros y pedagogos de profesión, dedicó lo mejor de su tiempo a los grupos de niños y jóvenes en el Movimiento Cultural Cristiano. En su entierro una corona de flores decía “Tus niñas mayores te quieren”. Eran las niñas de los primeros grupos de los que fue responsable que ya empezaban a casarse, y que nunca perdieron con ella esta íntima relación de amor que Rosario siempre creaba. Conocía al detalle la personalidad, los valores de cada uno, y era depositaria de los agobios y angustias de cada corazón, porque ellos se los revelaban. Tenía un don natural para leer el corazón de aquellos que conocía, a los que quería con un amor humilde y atento desde el primer encuentro. Y era así no solo con los hijos de los militantes de su asociación, sino con todos los amigos que ellos acercaban a los grupos. Esta capacidad de empatizar, de acompañar a cada corazón, de entrelazar las almas en una relación de amor que promocionaba y abría a la fe, era su principal gracia.

Mantuvo una batalla de veintisiete meses contra la enfermedad, en la que aceptó con agrado y alegría nueve tratamientos consecutivos, a pesar de la agresividad de los mismos. Quería vivir a toda costa, no se rindió ni en los últimos momentos, en los que siguió apostando por la Vida.

Vivió su enfermedad desde el Amor de Dios y así nos la hizo vivir a los que convivimos con ella. En veintisiete meses, los más cercanos, en los que no nos separamos de ella, no oímos ni una sola queja, ni física, ni moral. Lo tenía claro (le fue regalado tenerlo claro) y así nos lo repetía: “Creemos que Dios es Padre Amoroso, es el máximo de la Bondad. Y creemos también que todo lo puede. Por tanto, lo que se derive de este proceso va a ser necesariamente bueno, lo entendamos o no. Entonces ¿por qué preocuparse?” Firmemente convencida, lo demostraba su permanente alegría.

Fue haciendo un camino de humildad donde, a más cruz, más unión íntima con Jesús. En la cruz vivió el desposorio con su Señor, al que, meses antes, le había entregado la vida y, semanas antes, TODO. Y el Señor hizo el milagro de transparentarse por medio de ella, de hacerse especialmente presente en ella. La dulzura y el amor donado en extremo, llena de una confianza entrañable, llenaron la casa de verdadera alegría, en forma de acogida, trabajo y servicio, en las últimas semanas. Su casa en ese momento era un verdadero trozo de cielo, una Iglesia doméstica, donde las oraciones por el mundo entero, en especial los pobres, entraron como un vendaval de presencia del Dios Trinidad.

En el verano del diagnóstico, un cáncer de mama máximamente agresivo, toda la familia peregrinó a Fátima a ponerse a los pies de la Virgen, bajo su amparo. Y se repitió en cada uno de los tres veranos que duró la enfermedad, sin que le importara el grado de gravedad para el viaje. Cada año aumentaba el número de peregrinos, hasta lograr que los once primos, sus hijos y sobrinos, acompañarán con ardor el rosario nocturno de Fátima, se confesaran y participaran de la Eucaristía, esos lugares privilegiados de gracia santificante.

Su enfermedad, de extremo sufrimiento y, a la vez, de paz del Señor, estaba ofrecida por lo que fueron sus dos grandes causas, por las que su corazón ardía en amor sacrificado: la conversión de los jóvenes y la restauración de los matrimonios en crisis. Quería la promoción integral de las personas, y por ello ofrecía sus sufrimientos y esfuerzos. Con qué determinación trabajó incansablemente por ello hasta el día de su muerte.

Con el grupo de jóvenes del Movimiento Cultural Cristiano

Ni en los ingresos hospitalarios en los momentos de extrema gravedad cesaba su actividad, organizando los campamentos del grupo de jóvenes Carlo Acutis del Movimiento Cultural Cristiano, a quienes encomendó su conversión; preparando las catequesis online del grupo de preadolescente con las queridas hermanas carmelitas y sus campamentos de verano. En tres ocasiones perdió el billete de avión por estos ingresos hospitalarios de gravedad, porque, a pesar de su situación, tenía prevista su asistencia a alguna de estas actividades con jóvenes. En el Homenaje a Guillermo Rovirosa y Julián Gómez del Castillo en febrero de 2022, impartió, desde su silla de ruedas, unos talleres al grupo juvenil tras haber recibido una transfusión de sangre para poder viajar a Córdoba. ¡Con cuánto esfuerzo y cuánta alegría lo hizo! Dios ya hacía estos milagros en ella.

En estos meses su casa no solo ha sido un permanente trasiego de jóvenes (pizzas en la cocina, cena en la azotea, reuniones y películas en el sótano, reuniones con sacerdotes, reuniones de formación…), sino que allí donde se enteraba o le informaban que había un matrimonio en crisis, los hacía venir. Transmitía que el matrimonio es cosa de tres, que el Señor está en medio, y que la llamada es a la santidad. Ha enviado a muchos a los cursos del Proyecto de Amor Conyugal, y ha orado y ofrecido sufrimientos por ellos hasta lograr su asistencia. Y, de nuevo, por medio de ella y de otros, se han sucedido nuevos milagros.

El matrimonio en Cristo como fundamento de la familia tuvo para ella máximo valor, y así quiso transmitirlo a sus hijos y a los jóvenes. Tuvo que luchar mucho, con un amor indescriptible, para recibir el don de vivir su matrimonio como Dios lo pensó. Solo diez días antes de su muerte, encontró fuerza y ánimo suficiente para asistir a la boda de un ahijado. En un grado extremo de gravedad no solo asistió, sino que se arregló con esmero y se encargó personalmente del arreglo de sus hijas preadolescentes. ¡Con cuánta delicadeza cuidó todos los detalles! Quería que recibieran directamente de ella la impronta de un cuidado femenino y delicado de sus personas, como expresión de la importancia suprema del acontecimiento al que asistían: un matrimonio en Cristo. ¡Cómo disfrutó esas cuatro horas! ¡Cuántas oraciones por la santidad de estos matrimonios! Suponía ver a “sus niñas mayores” formando sus familias. Algunas de ellas les presentaban a sus maridos ya que por motivo de la enfermedad ella aún no los conocía.  Vivía con entusiasmo que cada matrimonio en la Iglesia se entendiera como una piedra angular sobre la que construir una familia santa que, unida a otras familias, puedan ser cimiento de nueva civilización frente a este totalitarismo relativista y opresor de los más débiles.

Sin embargo, lo más sorprendente de este periodo de enfermedad ha sido ver su proceso interior. Fue muy frecuente la presencia de sacerdotes amigos, por los que pedía permanentemente, en cada rosario diario, por su santidad. Ellos le traían diariamente la comunión (¡cómo la vivía, con qué ternura recibía al Señor!). En ocasiones, celebraban la Eucaristía en la casa rodeada de familiares y amigos. Y hasta por tres veces recibió la Unción de enfermos en compañía de sus hijos y la familia más cercana. También frecuentaba el Sacramento de la Reconciliación, porque se obstinaba en mantener un corazón limpio. Además, había una gran red de oración en torno a su enfermedad, no solo de los miembros del Movimiento, sino de tantas y tantas comunidades laicales y religiosas, de conventos de clausura y sacerdotes lejanos, de vecinos, familiares, compañeros de trabajo, amigos de cada etapa de su vida… Le conmovía especialmente la oración de los pobres en Venezuela, sus hermanos venezolanos del Movimiento, que en medio de barrios que son basureros, pasaban noches enteras ante el Santísimo. Sus llamadas, sus mensajes la llenaron de inmensa alegría. No lo merecía, decía, le abrumaba tanta ternura de Dios con ella por medio de sus hermanos.

Pedimos el milagro de su sanación física, pero el Dios de la Misericordia ha superado toda expectativa y le ha otorgado la Vida con mayúsculas, que empezó a vivir aquí en la tierra, como una primicia, de la que somos testigos. No ha habido conciencia de enfermedad como algo trágico, ni en ella, ni en la casa. Y tampoco se ha vivido la muerte como un final, sino un paso sereno y consciente de una a otra forma de vida, la vida eterna, la vida en Dios, la vida real y de alegría perfecta, a la que todos somos llamados.

En su Getsemaní ella entregó su vida a Dios, pidiendo el milagro de su curación hasta el último día, pero aceptando, más bien amando, la voluntad de Dios. Y esta entrega le dio la libertad y la alegría en el dolor, y una unión mística al final de su vida de la que todos hemos sido testigos. Bendito el Señor por su vida en Rosario. Bendita la Virgen por la vida de Rosario.

 

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