Adiós a las armas, Ernest Hemingway

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Javier Reverte, escritor y viajero incansable, autor de obras como Vagabundo en África o El sueño de África, quien coincide con Hemingway en su amor por la aventura, considera Adiós a las armas un ejemplo de novela eterna, que mantiene su vigencia a pesar de los años transcurridos desde que se escribiera. La capacidad para convertir en obra de arte una experiencia vital y la sencillez de la narrativa del autor norteamericano son dos de las virtudes que también destaca de ella.

«El horror de la guerra», por Javier Reverte

Cien años se han cumplido desde el nacimiento de Ernest Hemingway y unos tres cuartos de siglo desde que escribiera Adiós a las armas. Y es paso del tiempo, en mi opinión, no ha mordido en las páginas de este libro, que sigue siendo un modelo de literatura potente y sencillo. Para muchos, es la mejor novela de Hemingway, para bastantes, el relato que refleja con más crudeza los que fue la I Guerra Mundial; casi todos estamos de acuerdo en que se trata de una de las mejores narraciones bélicas de la literatura.

Apenas entrando en la mayoría de edad y a poco de estallar la Gran Guerra, Ernest Hemingway se alistó como voluntario y marchó al frente de Italia, sirviendo en el ejército como conductor de ambulancias, y siendo herido en las piernas. Durante su estancia en el hospital, mantuvo un romance con una enfermera. Al reponerse, regresó a Estados Unidos y nuca más volvió a encontrarse con aquella mujer, que era algo mayor que él. Esa sencilla historia, que pudo sucederle a muchos otros soldados de aquel cruento conflicto, la transformaría pocos años después el talento del escritor en un magnífico libro sobre el amor, la guerra y la muerte.

Cuando vio la luz este libro, Hemingway ya era famoso. Había publicado una novela de enorme éxito, The sun, also rises, traducida en España como Fiesta. Durante unos años había vivido en París, en el París de esa «generación perdida» que bautizó Gertrude Stein, y al lado de escritores famosos como Scott Fidgerald. Algunos decían de Hemingway que era demasiado guapo para ser un buen escritor. Pero el caso es que escritor era, gustase o no a unos cuantos. Fue en esos años parisinos donde pulió su estilo, un estilo muy personal y lleno de vigor, escueto y cantarín al mismo tiempo. incluso traducido, su palabra tiene siempre algo de musical.

Hemingway se había propuesto desarrollar una escritura donde prevaleciera, sobre el adjetivo y cualquier modo de barroquismo, el valor del verbo y la sencillez en la expresión. Había hecho suya la norma de Stein, entonces amigo suyo: «Una rosa es una rosa». Tenía la voluntad de ser exacto y creo que hay pocos escritores que hayan utilizado con tanta exactitud y musicalidad la conjunción copulativa. Sus «y» venían de su apasionada y permanente lectura de la Biblia. En cierta forma, escribía como suena el agua.

En Fiesta y en sus primeros cuentos ya se encontraban los elementos de ese estilo peculiar y tan personal de narrar que es el suyo. Pero en Adiós a las armas su técnica quedaría definitivamente depurada. A cualquiera que le dieran unas hojas sueltas de esta novela sin decirle quién era el autor reconocería de inmediato el estilo den Hemingway. Es una de las mejores cualidades del escritor: ser distinto y logara, desde la sencillez y la exactitud un poder evocador.

Adiós a las armas es un crudo relato de la guerra, y las páginas en que retrata el desastre italiano de la batalla de Caporetto están teñidas de un imponente realismo, tan atroz como humano. Luego, la ternura se derrama cuando nos cuenta la historia de amor del soldado herido y la enfermera. Y el final del libro es tenido por uno de los mejores que se han escrito en la novela contemporánea. Hemingway afirmaba que escribió este final casi 40 veces. Desde luego es un logro, pero no hay que fiarse demasiado de ese asunto, porque Hemingway era un tanto fanfarrón.

Es curioso observar un asunto a propósito de Adiós a las armas. Hemingway se marcó en su vida una imagen chulesca de reportero de guerra, un tipo que era mitad soldado y mitad periodista. Cuando entró en París con las tropas aliadas durante la II Guerra Mundial, poco menos que se atribuyó él solo la liberación de la ciudad. Esa imagen suya de valeroso escritor amante de la guerra ha animado durante generaciones a un buen número de periodistas a emularlo…, para tortura de pacientes lectores de periódicos y sufridos espectadores de televisión. Pero ese hemng way of life no ha creado, entre sus imitadores, ningún Adiós a las armas.

Lo curioso del asunto es que la novela retrata la guerra con un punto de vista absolutamente contrario al estilo de reportero-soldado que al escritor le gustaba lucir. Adiós a las armas es un libro sobre el horror de la guerra, y aunque el escritor no toma partido directo en su condena, el retrato de ese horror provoca en los lectores un hondo sentimiento de repulsa. La guerra es triste, dura y cruel; la muerte ronda sobre las trincheras y sobre los hombres atemorizados; no hay chulería, en todo caso hay valor, ese coraje para combatir la adversidad que es la suprema cualidad humana en la literatura de Hemingway. Lo dejó claro años después en su novela El viejo y el mar, que le valió el Premio Nobel: «Un hombre puede ser destruido pero nunca derrotado».

Se conserva una foto del joven soldado americano que curaba sus heridas en un hospital italiano, la foto de un muchacho uniformado y sonriente que se apoyaba sobre dos muletas. Quizá no imaginaba entonces que aquella convalecencia se convertiría en un libro potente y hermoso que figura entre las mejores del siglo XX.

«Papá Hemingstein en España», por Jesús Pardo

El poeta inglés Stephen Spender, que en los años 30 era comunista convencido, dice que «los mejores libros sobre la Guerra Civil española, como los de Heminhway, Malraux, Orwell y Koestler, dan el punto de vista liberal, y constituyen, por consiguiente, un testimonio contra el comunismo».

Hemingway, comentando esto, observó: «Sí, por supuesto, pero también, y sobre todo, contra el fascismo».
Otro escritor inglés, el poeta y polígrafo Robert Graves, que vivió la mayor parte de su vida en Mallorca, le describe así: «Torero, cazador y soldado que imitaba bastante bien la voz del pueblo»; añadiendo: «Para un hombre tan polifacético como papá Hemingway, el escribir era una especie de entrenamiento, un alivio entre tantas y tan complejas ocupaciones».

Los voluntarios comunistas de la brigada internacional Thaelmann, compuesta por alemanes, le pusieron enseguida el apodo de Hemingstein, y mucha gente acabó llamándole así habitualmente en España.

Hemingway era incurablemente anticomunista, antifascista y antidictadura. Los comunistas de la brigada Thaelmann, saltándose prejuicios ideológicos, le aprisionaban generosamente de gasolina y comida. Él iba por doquier con una gran boina vasca (el «maravilloso champiñón decorativo», que dice Ruben) y una zamarra de leñador canadiense siempre llena hasta reventar de cebollas, tabaco norteamericano y chocolate, además de un gran frasco de plata que llenaba de whisky por la mañana y ya estaba vacío invariablemente para las cuatro de la tarde; «y todo eso», dice Malraux, «lo repartía con tremenda generosidad, sobre todo el tabaco norteamericano, que era escasísimo en Madrid».

Su incurable optimismo consolaba incluso a gente bien informada: en los peores momentos de la guerra, Hemingway profetizaba victoria segura: «Sé de buena tinta», mentía, «que Roossevelt acaba de prometer 200 aviones a la República».

En una de sus eufóricas conferencias de prensa, en su suite del Hotel Florida, estalló un obús en la habitación de arriba. Mientras escribía en ese hotel su obra de teatro sobre la guerra española titulada Quinta columna («más artefacto que arte», dictaminó la crítica norteamericana) el Florida recibió 30 impactos de obús, algunos de ellos de la artillería alemana, situada en el monte Garabitas. Desde el Florida se veía Castilla, «como un océano de cuero», que dijo Neruda.

«Hubiera sido una lástima que nos volasen los fascistas», comentó Malraux, «porque Hemingway tenía allí la mejor despensa de Madrid».

malraux y Hemingway se repartieron la Guerra Civil española para el marco cronológico de sus respectivas novelas: Malraux, en La Condición Humana, trataría de la guerra hasta la derrota italiana de Guadalajara, y Hemingway, en Por quién doblan las campanas del resto de ella, hasta el final.

Su corpachón macizo y su mirada socarrona bajo cejas tupidas y enmarcada en gafas de acero se hicieron famosos enseguida en España; en Estados Unidos ya lo eran. Una vez quiso viajar de incógnito, afeitándose el espeso bigote y quitándose las gafas, pero aún así le reconocieron.

En uno de sus viajes a España le acompañó el torero norteamericano Sydney Franklin, a quien tuvo que pagar el viaje y pasar luego por la frontera de contrabando, porque las autoridades norteamericanas, no considerándole bona fide journalist, le habían negado el visado. Pero a papá Hemingway le sobraba el dinero: su contacto con NANA (North American Nwespaper Alliance) le garantizaba un dólar por palabra, hasta un máximo de 1.000 dólares a la semana. Iba por España en coche con chófer y en Madrid tuvo en ocasiones dos coches a su disposición, en medio de la envidia de sus colegas, uno de los cuales protestó: «¡Puro favoritismo!, ¡y no es ni siquiera comunista!»

Werner Heibrun, el cirujano en jefe de la brigada Thaelmann, dijo de él que «en el lado franquista habría podido ganar más prestigio y mucho más dinero que en el nuestro», pero eso no era verdad.
Hemingway, según la periodista norteamericana Josephine Herbst, «siempre quiso ser el mejor escritor de guerra del siglo, y en España estaba dedicándose a esto por encima de todo lo demás».

Es posible que en el lado franquista hubiera ganado más dinero, pero no más prestigio. Hemingway llegó a España envuelto en una aureola envidiable: había sido presidente de un comité para enviar una ambulancia a la República y recaudado 40.000 dólares para medicinas y asistencia médica a los milicianos españoles y había sido herido en Italia en 1918, y escrito una novela muy leída en todo el mundo: Adiós a las armas, sobre la retirada italiana en Caporetto.

El escritor Joris Ivens le pidió que aportase el comentario a su película sobre la guerra titulado Tierra Española (Spanish Earth) , porque, como él mismo diría más adelante, «nadie tenía más fama en aquel ambiente que papá Hemingway».

Hemingway conoció en España a la periodista y escritora norteamericana Martha Gellhorn, autora de un libro importante, El rostro de la guerra (The Face of the War) y estuvo casado con ella de 1940 a 1945, «dato», comentó Hemingway más tarde, «que, una cosa con otra, no me parece que pueda señalarse en mi vida con piedra blanca».

Al final de su vida Hemingway abandonó el frasco de whisky y adoptó por costumbre ir por todas partes con un bastón hueco siempre lleno de ron cubano. Fue un trago de ron el último alcohol que probaron sus labios, antes de pegarse un tiro en 1961, «asustado», como comentó el periodista norteamericano Steward Allsop, «por la muerte».