Benedicto XVI: La verdadera luz de Navidad

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Publicamos la intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general, dedicada al misterio de la Navidad y dos escritos suyos cuando no era Papa dedicados a la Navidad: «El buey y el asno, junto al pesebre» y el «Belen deRoma»

Meditación durante la audiencia general

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 21 diciembre 2005 (ZENIT.org)

La audiencia de hoy tiene lugar en el clima de alegre y ansiosa espera de la festividad natalicia ya inminente. ¡Viene el Señor Jesús! Repetimos en estos días, en la oración, preparando nuestro corazón para experimentar la alegría de nacimiento del Redentor. En particular, en esta última semana de Adviento, la liturgia acompaña y sostiene nuestro camino interior con repetidas invitaciones a acoger al Salvador, reconociéndole en el humilde Niño que yace en un pesebre.

Éste es el misterio de Navidad, que podemos comprender mejor a través de tantos símbolos.

Entre estos símbolos está el de la luz, que es uno de los más ricos de significado espiritual y sobre el que querría reflexionar brevemente. La fiesta de Navidad coincide, en nuestro hemisferio, con la época del año en que el sol termina su parábola descendente y empieza la fase en la que se amplía gradualmente el tiempo de luz diurna, según el recorrido sucesivo de las estaciones. Esto nos ayuda a comprender mejor el tema de la luz que prevalece sobre las tinieblas. Es un símbolo que evoca una realidad que afecta a lo íntimo del hombre: me refiero a la luz del bien que vence al mal, del amor que supera al odio, de la vida que vence a la muerte. Navidad hace pensar en esta luz interior, en la luz divina, que nos vuelve a presentar el anuncio de la victoria definitiva del amor de Dios sobre el pecado y la muerte. Por este motivo, en la novena de la santa Navidad que estamos viviendo, hay muchas y significativas referencias a la luz. Nos lo recuerda también la antífona cantada al inicio de nuestro encuentro. El Salvador esperado por las gentes es saludado como «Astro naciente», la estrella que indica el camino y la guía de los hombres, viandantes entre las oscuridades y los peligros del mundo hacia la salvación prometida por Dios y realizada en Jesucristo.

Al prepararnos a celebrar con alegría el nacimiento del Salvador, en nuestras familias y en nuestras comunidades eclesiales, mientras una cierta cultura moderna y consumista intenta hacer desaparecer los símbolos cristianos de la celebración de la Navidad, asumamos todos el compromiso de comprender el valor de las tradiciones navideñas, que forman parte del patrimonio de nuestra fe y de nuestra cultura, para transmitirlas a las nuevas generaciones.

En particular, al ver las calles y plazas de nuestras ciudades adornadas con luces resplandecientes, recordemos que estas luces evocan otra luz, invisible para nuestros ojos, pero no para nuestro corazón. Al contemplarlas, al encender las velas de las iglesias o las luces del Nacimiento y del árbol de Navidad en nuestras casas, que nuestro espíritu se abra a la verdadera luz espiritual traída a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. ¡El Dios con nosotros, nacido en Belén de la Virgen María es la Estrella de nuestra vida!

«Astro que surges, esplendor de luz eterna, sol de justicia: ven, ilumina a quien yace en las tinieblas y en las sombras de muerte». Al asumir esta invocación de la liturgia de hoy, pidamos al Señor que apresure su venida gloriosa entre nosotros, en medio a todos los que sufren, pues sólo en Él pueden encontrar respuesta las auténticas expectativas del corazón humano. ¡Que este Astro de luz sin ocaso nos comunique la fuerza para seguir siempre el camino de la verdad, de la justicia y del amor! Vivamos intensamente estos días que preceden a la Navidad junto a María, la Virgen del silencio y de la escucha. Que Ella, quien quedó totalmente envuelta por la luz del Espíritu Santo, nos ayude a comprender y a vivir plenamente el misterio de la Navidad de Cristo. Con estos sentimientos, exhortándoos a mantener viva la maravilla interior en la ferviente espera de la celebración ya cercana del nacimiento del Señor, os deseo con alegría una santa y feliz Navidad a todos vosotros, aquí presentes, a vuestros familiares, a vuestras comunidades y a vuestros seres queridos.

¡Feliz Navidad a todos!

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia el Papa saludo en varios idiomas. Estas fueron sus palabras en inglés:]

Queridos hermanos y hermanas:

La Audiencia de hoy se desarrolla en un clima de alegría y esperanza. La oración ¡Ven Señor Jesús! nos prepara para acoger al Redentor que nace en el pesebre. Entre los símbolos que nos ayudan a comprender este misterio de Navidad, sobresale el de la luz por su significado espiritual. Hace referencia a una realidad que concierne a la intimidad del hombre: el bien que vence al mal, la vida que derrota a la muerte. Las luces que adornan las calles nos evocan la verdadera luz que llega a los hombres de buena voluntad. Dios nacido en Belén es la estrella de nuestra vida.

Ante una cultura consumista que tiende a ignorar los símbolos cristianos de las fiestas navideñas, preparémonos para celebrar con alegría el nacimiento del Salvador, transmitiendo a las nuevas generaciones los valores de las tradiciones que forman parte del patrimonio de nuestra fe y cultura.

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los llegados de España y de México. Que el Salvador, «Astro naciente», sea la estrella que os guíe hacia la salvación y os ilumine en el camino de la verdad, de la justicia y del amor. A todos vosotros, a vuestros familiares y demás seres queridos, os deseo una santa y feliz Navidad.

El buey y el asno, junto al pesebre

Benedicto XVI, cuando aún no era Papa, escribió varios textos dedicados a la Navidad en el libro Imágenes de la esperanza. Reproducimos parte de estos textos

En Navidad nos deseamos de corazón que este tiempo festivo, en medio de todo el ajetreo actual, nos otorgue un poco de reflexión y alegría, contacto con la bondad de nuestro Dios y, de ese modo, ánimos renovados para seguir adelante. Al empezar esta pequeña reflexión sobre lo que esta fiesta puede decirnos hoy, tal vez resulte útil una breve mirada al origen de la celebración de la Navidad.

El año litúrgico de la Iglesia se ha desarrollado, ante todo, no desde la consideración del nacimiento de Cristo, sino desde la fe en su resurrección. Por tanto, la fiesta originaria de la cristiandad no es la Navidad, sino la Pascua. Pues, de hecho, sólo la Resurrección ha fundamentado la fe cristiana y ha hecho existir a la Iglesia. Por eso, ya Ignacio de Antioquia (muerto como muy tarde el año 117) llama a los cristianos aquellos que «ya no guardan el sábado, sino que viven según el día del Señor»: ser cristiano significa vivir pascualmente, desde la Resurrección, que se conmemora en la semanal celebración pascual del domingo. Seguramente, el primero en afirmar que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su comentario a Daniel, escrito más o menos en el año 204. El antiguo exegeta de Basilea Bo Reicke remitía, además, al calendario de fiestas, según el cual, en el evangelio de Lucas los relatos del nacimiento del Bautista y del nacimiento de Jesús están referidos uno al otro. De esto se seguiría que ya Lucas, en su evangelio, presupone el 25 de diciembre como día del nacimiento de Jesús. En este día se conmemoraba por aquel entonces la fiesta de la dedicación del templo, introducida en el año 164 antes de Cristo, por Judas Macabeo; de ese modo, la fecha del nacimiento de Jesús simbolizaría, al mismo tiempo, que con Él, que apareció como luz de Dios en la noche invernal, tenía lugar la verdadera dedicación del templo: la llegada de Dios en medio de esta tierra.

Sea como fuere, la fiesta de Navidad no adquirió en la cristiandad una forma clara hasta el siglo IV, cuando desplazó la festividad romana del dios solar invicto y enseñó a entender el nacimiento de Cristo como la victoria de la verdadera luz; sin embargo, por las anotaciones de Bo Reicke, ha quedado patente que, en esta refundición de una fiesta pagana en una solemne festividad cristiana, se asumió una ya antigua tradición judeo-cristiana.

El especial calor humano de la fiesta de Navidad nos afecta tanto, que en el corazón de la cristiandad ha sobrepujado con mucho a la Pascua. Pues bien, en realidad ese calor se desarrolló por primera vez en la Edad Media; y fue Francisco de Asís quien, con su profundo amor al hombre Jesús, al Dios con nosotros, ayudó a materializar esta novedad. Su primer biógrafo, Tomás de Celano, cuenta en la segunda descripción que hace de su vida lo siguiente: «Más que ninguna otra fiesta celebraba la Navidad con una alegría indescriptible. Decía que ésta era la fiesta de las fiestas, pues en este día Dios se hizo niño pequeño, y mamó leche como todos los niños. Francisco abrazaba –¡con cuánta ternura y devoción!– las imágenes que representaban al Niño Jesús, y balbuceaba lleno de piedad, como los niños, palabras tiernas. El nombre de Jesús era en sus labios dulce como la miel».

De tales sentimientos surgió, pues, la famosa fiesta de Navidad de Greccio, a la que podría haberle animado su visita a Tierra Santa y al pesebre de Santa María la Mayor en Roma; lo que le movía era el anhelo de cercanía, de realidad; era el deseo de vivir Belén de forma totalmente presencial, de experimentar inmediatamente la alegría del nacimiento del Niño Jesús y de compartirla con todos sus amigos.

De esta noche junto al pesebre habla Celano, en la primer biografía, de una manera que continuamente ha conmovido a los hombres y, al mismo tiempo, ha contribuido decisivamente a que pudiera desarrollarse la más bella tradición navideña: el pesebre. Por eso podemos decir, con razón, que la noche de Greccio regaló a la cristiandad la fiesta de Navidad de forma totalmente nueva, de manera que su propio mensaje, su especial calor y humanidad, la humanidad de nuestro Dios, se comunicó a las almas y dio a la fe una nueva dimensión. La festividad de la resurrección había centrado la mirada en el poder de Dios, que supera la muerte y nos enseña a esperar en el mundo venidero. Pero ahora se hacía visible el indefenso amor de Dios, su humildad y bondad, que se nos ofrece en medio de este mundo y, con ello, nos quiere enseñar un género nuevo de vida y de amor.

Quizá sea útil detenernos aquí un momento y preguntar: ¿dónde se encuentra exactamente ese lugar, Greccio, que de ese modo ha llegado a tener para la historia de la fe un significado totalmente propio? Es una pequeña localidad situada en el valle de Rieti, en Umbría, no muy lejos de Roma en dirección nordeste. Lagos y montañas dan a esta comarca su encanto especial y su belleza callada, que todavía hoy nos sigue conmoviendo, especialmente porque apenas se ha visto afectada por la agitación del turismo. El convento de Greccio, situado a 638 metros de altitud, ha conservado algo de la simplicidad de los orígenes; ha permanecido sencillo, como la pequeña aldea que está a sus pies; el bosque lo circunda como en tiempos del Poverello, e invita a la estancia contemplativa. Celano dice que Francisco amaba especialmente a los habitantes de este lugar por su pobreza y su simplicidad; venía hasta aquí a menudo para descansar, atraído también por una celda de extrema pobreza y soledad en la que podía entregarse sin ser molestado a la contemplación de las cosas celestiales. Pobreza –simplicidad–, silencio de los hombres y hablar de la creación: éstas eran, al parecer, las impresiones que para el santo de Asís se conectaban con este lugar. Por eso pudo convertirse en su Belén e inscribir de nuevo el secreto de Belén en la geografía de las almas.

Pero volvamos a la Navidad de 1223. Las tierras de Greccio habían sido puestas a disposición del Pobre de Asís por un noble señor de nombre Juan, del que Celano cuenta que, pese a su alto linaje y su importante posición, «no daba ninguna importancia a la nobleza de la sangre y deseaba más bien alcanzar la del alma». Por eso lo amaba Francisco.

Un descubrimiento

De este Juan dice Celano que aquella noche se le concedió la gracia de una visión milagrosa. Vio yacer inmóvil sobre el comedero a un niño pequeño, que era sacado de su sueño por la cercanía de san Francisco. El autor añade: «Esta visión correspondía en realidad a lo que sucedió, pues, de hecho, hasta aquella hora el Niño Jesús estaba hundido en el sueño del olvido en muchos corazones. Gracias a su siervo Francisco, fue reavivado a su recuerdo, e indeleblemente impreso en la memoria».

En esta imagen se describe muy exactamente la nueva dimensión que Francisco, con su fe que impregna alma y corazón, regaló a la fiesta cristiana de la Navidad: el descubrimiento de la revelación de Dios, que precisamente se encuentra en el Niño Jesús. Precisamente así Dios ha llegado a ser verdaderamente Emmanuel, Dios con nosotros, alguien de quien no nos separa ninguna barrera de sublimidad ni de distancia: en cuanto niño, se ha hecho tan cercano a nosotros que le decimos sin temor Tú, podemos tutearle en la inmediatez del acceso al corazón infantil.

En el Niño Jesús se manifiesta de forma suprema la indefensión del amor de Dios: Dios viene sin armas porque no quiere conquistar desde fuera, sino ganar desde dentro, transformar desde el interior. Si algo puede vencer la arbitrariedad del hombre, su violencia, su codicia, es el desamparo del Niño. Dios lo ha aceptado para vencernos y conducirnos a nosotros mismos.

No olvidemos, además, que el título supremo de Jesucristo es el de Hijo –Hijo de Dios–; la dignidad divina se designa con una palabra que muestra a Jesús como niño perpetuo. Su condición de niño se encuentra en una correspondencia sin par con su divinidad, que es la divinidad del Hijo. Así, su condición de niño nos indica cómo podemos llegar a Dios, a la divinización. Desde aquí se han de entender sus palabras: «Si no os cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos».

Quien no ha entendido el misterio de la Navidad no ha entendido lo más determinante de la condición cristiana. Quien no lo ha asumido, no puede entrar en el reino de los cielos: esto es lo que Francisco quería recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los tiempos posteriores.

La realidad del pesebre

En la cueva de Greccio se encontraban aquella Nochebuena, conforme a la indicación de san Francisco, el buey y el asno. Al noble Juan le había dicho: «Quisiera evocar con todo realismo el recuerdo del niño, tal y como nació en Belén, y todas las penalidades que tuvo que soportar en su niñez. Quisiera ver con mis ojos corporales cómo yació en un pesebre y durmió sobre el heno, entre un buey y un asno».

Desde entonces, el buey y el asno forman parte de toda representación del pesebre. Pero, ¿de dónde proceden en realidad? Como es sabido, los relatos navideños del Nuevo Testamento no cuentan nada de ellos. Si tratamos de aclarar esta pregunta, tropezamos con uno hechos importantes para los usos y tradiciones navideños, y también, incluso, para la piedad navideña y pascual de la Iglesia en la liturgia y las costumbres populares.

El buey y el asno no son simplemente productos de la fantasía piadosa. Gracias a la fe de la Iglesia en la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, se han convertido en acompañantes del acontecimiento navideño. De hecho, en Isaías 1,3 se dice: «Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no discierne».

Los Padres de la Iglesia vieron en estas palabras una profecía referida al nuevo pueblo de Dios, la Iglesia constituida a partir de judíos y gentiles. Ante Dios, todos los hombres, judíos y gentiles, eran como bueyes y asnos, sin razón ni entendimiento. Pero el Niño del pesebre les ha abierto los ojos, para que ahora reconozcan la voz de su Dueño, la voz de su Amo.

En las representaciones navideñas medievales, sorprende continuamente cómo a ambos animales se les dan rostros casi humanos; cómo, de forma consciente y reverente, se ponen de pie y se inclinan ante el misterio del Niño. Esto era lógico, pues ambos animales eran considerados la cifra profética tras la que se esconde el misterio de la Iglesia –nuestro misterio, el de que, ante el Eterno, somos bueyes y asnos–, bueyes y asnos a los que en la Nochebuena se les abren los ojos, para que en el pesebre reconozcan a su Señor.

Pero, ¿lo reconocemos realmente? Cuando ponemos en el pesebre el buey y el asno, debe venirnos a las mientes la palabra entera de Isaías, que no sólo es buena nueva –promesa de conocimiento venidero–, sino también juicio sobre la presente ceguedad. El buey y el asno conocen, pero «Israel no conoce, mi pueblo no discierne».

¿Quién es hoy el buey y el asno, quién es mi pueblo que no discierne? ¿En qué se conoce al buey y al asno, en qué a mi pueblo? ¿Por qué, de hecho, sucede que la irracionalidad conoce y la razón está ciega?

Para encontrar una respuesta, debemos regresar una vez más, con los Padres de la Iglesia, a la primera Navidad. ¿Quién no conoció? ¿Quién conoció? ¿Por qué fue así?

Quien no conoció fue Herodes: no sólo no entendió nada cuando le hablaron del Niño, sino que sólo quedó cegado todavía más profundamente por su ambición de poder y la manía persecutoria que le acompañaba. Quien no conoció fue, «con él, toda Jerusalén». Quienes no conocieron fueron los hombres elegantemente vestidos, la gente refinada. Quienes no conocieron fueron los señores instruidos, los expertos bíblicos, los especialistas de la exégesis escriturística, que desde luego conocían perfectamente el pasaje bíblico correcto, pero, pese a todo, no comprendieron nada.

Quienes conocieron fueron –comparados a estas personas de renombre– bueyes y asnos: los pastores, los magos, María y José. ¿Podía ser de otro modo? En el portal, donde está el Niño Jesús, no se encuentran a gusto las gentes refinadas, sino el buey y el asno.

Ahora bien, ¿qué hay de nosotros? ¿Estamos tan alejados del portal porque somos demasiado refinados y demasiado listos? ¿No nos enredamos también en eruditas exégesis bíblicas, en pruebas de la inautenticidad o autenticidad del lugar histórico, hasta el punto de que estamos ciegos para el Niño como tal y no nos enteramos de nada de Él? ¿No estamos también demasiado en Jerusalén, en el palacio, encastillados en nosotros mismos, en nuestra arbitrariedad, en nuestro miedo a la persecución, como para poder oír por la noche la voz del ángel, e ir a adorar?

De esta manera, los rostros del buey y el asno nos miran esta noche y nos hacen una pregunta: Mi pueblo no entiende, ¿comprendes tú la voz del Señor? Cuando ponemos las familiares figuras en el nacimiento, debiéramos pedir a Dios que dé a nuestro corazón la sencillez que en el Niño descubre al Señor –como una vez Francisco en Greccio–. Entonces podría sucedernos también lo que Celano –de forma muy semejante a san Lucas cuando habla sobre los pastores de la primera Nochebuena– cuenta de quienes participaron en los maitines de Greccio: todos volvieron a casa llenos de alegría.

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