Aconfesionalidad mal entendida

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Don Teófilo González Vila, experto en cuestiones relacionadas con la educación, analiza, en este artículo, los errores que comete el proyecto de Ley Orgánica de la Educación presentado por el Gobierno. En opinión del autor, se malinterpreta la idea de laicidad, que no debería ser entendida como anulación de cualquier expresión religiosa

Según repite una nueva propuesta, con denominación de origen socialista, la enseñanza (confesional, se supone) de la Religión en las escuelas es incompatible con la aconfesionalidad del Estado. Es verdad –reconocen– que los padres tienen derecho, garantizado por la Constitución española (art. 27.3), a que sus hijos reciban formación religiosa y moral acorde con sus convicciones, pero a los centros –dicen–, para atender a ese derecho, simplemente les corresponde proporcionar los locales y medios precisos a la confesión correspondiente, de tal modo que ésta se haga cargo de ofrecer su enseñanza religiosa a quienes la soliciten (fuera del horario lectivo, se entiende) y sea la que pague, a su costa, a las personas que impartan esa enseñanza. Ahora bien: pensar así supone no entender correctamente ni la aconfesionalidad del Estado, ni la educación, ni el papel del Estado en este ámbito.

Aconfesionalidad y libertad

La aconfesionalidad del Estado (Constitución española, art. 16.3) –o su laicidad, entendida como su autonomía respecto de lo específicamente religioso– constituye condición y garantía del ejercicio de la libertad religiosa (Constitución española, art. 16.1) de todos los ciudadanos en pie de igualdad. Debe, por tanto, considerarse errónea cualquier concepción de la aconfesionalidad o laicidad de la que se deriven impedimento u obstáculos al ejercicio de la libertad religiosa. Laico, aconfesional, lo es el Estado, no yo. El Estado es aconfesional o laico precisamente para que cada ciudadano, en pleno ejercicio de su libertad religiosa, lo sea o no lo sea, profese una religión o no profese ninguna, etc. Las prestaciones del Estado, del poder público, tienen por finalidad, en este terreno, hacer posible a todos el ejercicio de las libertades. El hecho de que el titular de un centro educativo sea un poder público no puede suponer que –simplemente en razón de la aconfesionalidad que obliga a ese titular en cuanto poder público– quienes se escolarizan en ese centro tengan que aceptar un recorte en el ejercicio de sus libertades (religiosa, de enseñanza).

Educación y persona

Según establece la Constitución en ese apartado 2 de su artículo 27, «la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales». Del art. 27.2 y del 16.1 de la Constitución española, puestos en relación, se sigue la plena legitimidad constitucional de todos los modelos educativos que respeten los principio democráticos de convivencia y los derechos y libertades fundamentales. Siendo esto así, en el caso de aquellos para quienes, de acuerdo con su legítima concepción de la persona, ésta se encuentra esencialmente marcada por una dimensión transcendente religiosa, el desarrollo pleno de su personalidad supone también el cultivo de esa dimensión. Es decir, de acuerdo con el art. 27.2 de la Constitución española, los creyentes tienen, no ya el derecho, sino el deber de cultivar también la dimensión religiosa para alcanzar el pleno desarrollo de su personalidad. Y para ese cultivo es ineludible, en el ámbito escolar, la enseñanza religiosa integrada en el proceso educativo global, en diálogo con los demás saberes, e impartida con el mismo rigor que éstos. Ni se satisfacen los derechos, ni resulta posible el cumplimiento de los deberes, que aquí entran en juego, con una enseñanza religiosa desconectada del proceso curricular general, expulsada al extrarradio de la jornada lectiva. Integrar la posibilidad de esa enseñanza dentro del sistema educativo no es imponerla, ni es incompatible con la aconfesionalidad, según lo que antes se ha dicho.

Estado y totalitarismo

Al Estado le corresponde hacer posible a todos el ejercicio del derecho a la educación en condiciones básicas de igualdad, pero no el actuar él mismo como Maestro. Porque el derecho a la educación no es el derecho a un pupitre cualquiera en el que el Estado dirá qué educación se recibe, sino el derecho a un determinado tipo de educación de acuerdo con la concepción de la persona que en cada caso legítimamente se sostenga, en el ejercicio de la libertad ideológica y religiosa y, en general, de conciencia (siempre, se entiende, que se respeten los principios democráticos de convivencia y los derechos y libertades fundamentales). Por eso, el Estado carece de legitimidad para imponer un particular modelo educativo único (que terminaría por ser el particular del que en cada caso ejerza el Poder). El Estado-Maestro no es sino Estado totalitario.

Algunos, si atendemos a su modo de expresarse en estos asuntos, parece que entienden la laicidad como una vuelta de la tortilla de la confesionalidad. Proceden como si se dijeran: Como antes, en una situación de confesionalidad, me impusieron la religión (al menos a través de la presencia pública oficial de manifestaciones religiosas), ahora, en un Estado aconfesional, lo que hay que hacer es imponer, en el plano de lo público, lo contrario, la no-religión. Ahora bien, la laicidad no exige imponer otra cosa, sino no imponer nada, respetar la libertad religiosa de todos. Es comprensible que para algunos esto sea una decepción y que les cueste aceptarlo, pero lo cierto es que la laicidad no ampara esa especie de revancha.

Teófilo González Vila
Alfa y Omega
29 septiembre de 2005