Amor virtual

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Todos los internautas saben que tienen en el computador la más completa y detallada enciclopedia de todos los tiempos, que mataría de envidia a Diderot. En eso reside el peligro. El usuario ya no se empeña en leer y aprender. Le basta con una sesión de digitación para informarse de cuántas células hay en el organismo humano o dónde queda Laponia. La palabra es exacta: informarse. Que es diferente de asimilar cultura…

Por Frei Betto

El internet modifica los hábitos y las costumbres, como toda innovación tecnológica. La televisión, surgida en 1939, provocó, en la emisión del 18 de abril de aquel año, la curiosa reacción del «New York Times» prediciéndole el fracaso. Según el periódico, la familia americana no tenía la paciencia suficiente como para dejar de lado sus quehaceres y permanecer sentada ante el aparato.

El hecho es que el avance tecnológico nos exige cada vez menos del cuerpo, condenándonos a una vida sedentaria que, poco a poco, nos mina la salud. Si ya no hay necesidad de andar a pie, gracias a los vehículos motorizados, ni de subir escaleras, merced a los ascensores y las escaleras mecánicas, ni hacer fuerza para cargar baldes de agua por ejemplo, gracias a grifos y duchas, vamos desvitalizando el organismo, a menos que tengamos la disciplina de ejercitarlo por medio de la gimnasia o el deporte.

El correo electrónico facilita la comunicación, aunque amenace nuestro dominio del lenguaje. En un mensaje por correo electrónico el texto corto requiere pocas frases, telegráficas. Y nos aleja del arte de la correspondencia, en el que las cartas, caligrafiadas, exigían del remitente atención a la sintaxis y a la concordancia. Recuerdo a mi tío Jacy Brício, preinternético: vertió todo su talento literario en cartas primorosas. Si hubiera tenido un computador tal vez fuera de aquellos que hoy día reducen el idioma a la taquigrafía, que todo lo abrevia. Como los brasileños hicimos con el pronombre «vocé»: de vuestra merced pasamos a vossemecé, vosmecé, vocé, océ, cé, ¡y quizás con el tiempo lo reduciremos al simple acento!

El correo electrónico tiende a empobrecer el idioma popular; introduce un dialecto, un código secreto para el que no pertenece al grupo. Ante la queja del enamorado, digitó la adolescente: «¿Y quico?» Traducción: «¿Y yo qué tengo que ver con eso?»

Todos los internautas saben que tienen en el computador la más completa y detallada enciclopedia de todos los tiempos, que mataría de envidia a Diderot. En eso reside el peligro. El usuario ya no se empeña en leer y aprender. Le basta con una sesión de digitación para informarse de cuántas células hay en el organismo humano o dónde queda Laponia. La palabra es exacta: informarse. Que es diferente de asimilar cultura.

Antes se leía, se investigaba, se escribía. Ahora el atajo electrónico tiende a embrutecernos. Culto es mi computador, con quien convive mi ilusión de que él domina todo el conocimiento humano, del cual no retengo casi nada. Puedo incluso imprimir la información. Que es muy distinto de impregnarme de formación. En la red puedo capturar todo cuanto se sabe de las obras de Dostoyevski o de la música de Vivaldi; pero toda la información que se pueda obtener no llega ni al talón del deleite de leer al novelista ruso o de oír al compositor italiano. Sería parecido a conocer la química del agua sin darse el placer de tomar un baño.

Las salas de conversación de internet atraen a muchos corazones solitarios. Y también a libertinos: pedófilos, tarados, adúlteros, e incluso a un alemán que literalmente se comió a otro, después de que su víctima se ofreció a saciar los instintos caníbales del que ahora fue condenado apenas a ocho años y medio de cárcel. ¡Y pensar que los europeos creían que el canibalismo era cosa del Tercer Mundo…!

Conozco casos trágicos de amor virtual a través de la red mundial de computadores, como el de la médica brasileña que se hizo novia internáuticamente de un colombiano, después de haber intercambiado por correo ropas íntimas. Cuando se conocieron personalmente, a fin de concretar el casamiento, resultó un jarro de agua fría… Un ejecutivo de São Paulo, tras meses de caricias electrónicas, entremezcladas con mucha pornografía, señaló una cita con su pareja… ¡y se encontró con su hija! En el libro «El amante brasileño» Betty Milan cuenta el episodio de una mujer que, después de meses de intercambios eróticos con un pretendiente baiano, al llegar a Salvador para conocer al hombre de su vida, se encontró delante de otra mujer…

No hay nada que pueda sustituir a la realidad. Pero es ella precisamente la que nos provoca fascinación y temor. Por eso es tan difícil aproximarse a ella. En el siglo 13 mi cofrade Tomás de Aquino respondió a la pregunta que Pilatos no obtuvo de boca de Jesús: «La verdad es la adecuación de la inteligencia a la realidad». Es precisamente eso lo que busca el sicoanálisis. Y los místicos. Por lo mismo, aunque desconfiados, no hay nada como resistir a la tentación. Para nosotros, cristianos, lo real es Dios. En su amor reside la plenitud. Como el camino hacia la realidad requiere el enfrentamiento con el propio ego, que grita fuerte, entonces nos cubrimos con ilusiones, disfraces, máscaras. Y a través del internet el juego de astucias resulta más fácil para quien busca ávidamente una compensación a sus carencias. Es el amor virtual, que induce a la intimidad, incluso sexual, sin el concurso de los sentimientos, la inflexión de la voz, ni el brillo en la mirada. Es comunicación sin comunión, diáfora sin sinergia, atracción sin contemplación.

«Una sola carne y un solo espíritu», como sugiere la primera página de la Biblia, sólo la mirada en la mirada. No hay aparato electrónico que llene el corazón humano. Puede aplazar frustraciones, nutrir ilusiones, saciar fantasías, pero no conduce a la realidad, cuya raíz es el amor.

* Traducción de José Luis Burguet. 14 febrero 2004

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