Cine y resistencia: Cuando el cine se convierte en un motor de transformación del mundo

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Escena de "Los gritos del silencio"

En tiempos de silencio impuesto, de verdades manipuladas, de vidas relegadas al descarte, el cine puede convertirse en mucho más que un arte o un entretenimiento: puede ser un acto de resistencia y, en ocasiones, un motor real de cambio histórico.

Por Víctor García, ingeniero de telecomunicaciones.

Cuando el poder ya sea económico o político busca imponer una única versión de la realidad, las películas capaces de dar voz a los silenciados, de mostrar aquello que se pretende ocultar, actúan como grietas en los muros del poder. El cine tiene la capacidad de preservar la memoria frente al olvido, de denunciar injusticias que los medios dominantes intentan minimizar o encubrir, y de movilizar sensibilidades adormecidas por la saturación informativa. En las sociedades donde la represión es explícita, filmar puede ser un acto de valentía; en aquellas donde el control es sutil, mirar críticamente una historia puede convertirse en un gesto de insumisión. Cada fotograma que desafía la mentira, cada personaje que encarna la dignidad frente a la opresión, cada historia que expone una herida colectiva no cerrada construye un espacio de libertad. Así, el cine no solo registra la historia: en determinadas circunstancias, puede escribirla de nuevo, abriendo caminos de conciencia y acción donde parecía reinar la resignación.

Esta capacidad transformadora del cine se vuelve especialmente relevante en el contexto contemporáneo descrito por el filósofo Byung-Chul Han, quien advierte que ya no vivimos bajo formas de represión tradicionales, sino en una «sociedad de la transparencia». En ella la dominación adopta formas invisibles a través de la autoexplotación y el control emocional. El individuo se aísla progresivamente, perdiendo la fuerza necesaria para toda forma de resistencia colectiva. Aunque sin la violencia explícita de los regímenes autoritarios, este sistema actúa con igual eficacia al someter las conciencias mediante vigilancia continua y manipulación de los deseos.

Frente a esta forma contemporánea de poder, el cine puede abrir un espacio de resistencia: un lugar para recuperar la mirada crítica, la memoria compartida y la solidaridad activa. En esta misma línea, el filósofo y disidente checo Václav Benda, creador del concepto de «ciudad paralela», defendía la importancia de crear ámbitos culturales y sociales independientes donde la verdad y la dignidad humana puedan sobrevivir al sometimiento.
A lo largo de la historia reciente, algunas películas no solo han narrado resistencias, sino que han provocado transformaciones sociales tangibles. Casos documentados muestran que una obra cinematográfica puede alterar leyes, desatar movimientos sociales, hacer caer silencios oficiales o modificar prácticas corporativas. Son cientos los ejemplos de películas que, con mayor o menor visibilidad, han contribuido a despertar una nueva conciencia colectiva, interrumpiendo el discurso dominante y ofreciendo miradas alternativas sobre la historia, la justicia o la dignidad humana.

No se trata aquí de elaborar un catálogo exhaustivo, sino de destacar algunas obras, pocas, quizás menos conocidas o fuera del circuito comercial habitual , que, por su capacidad de suscitar debate, conmover profundamente o cuestionar verdades asumidas, merecen ser rescatadas como instrumentos de resistencia cultural.

Frente al estruendo de la violencia, Malick propone el poder subversivo de una vida oculta, de una fe vivida en lo concreto y cotidiano, como forma radical de resistencia.

Un ejemplo es A Hidden Life (2019), de Terrence Malick. La película narra la historia real de Franz Jägerstätter, un campesino austriaco que se negó a jurar lealtad a Hitler durante la Segunda Guerra Mundial. Su resistencia fue silenciosa, firme y profundamente enraizada en su fe cristiana. La película, de una belleza visual contemplativa, retrata el precio de la fidelidad a la conciencia en un mundo sometido al totalitarismo. Jägerstätter, sabiendo que su negativa no cambiaría el curso de la guerra, asumió el martirio como acto último de coherencia moral. La fuerza de la película no reside en grandes gestos heroicos, sino en la convicción íntima de que incluso el más humilde de los actos —decir no al mal— puede tener un valor eterno. Frente al estruendo de la violencia, Malick propone el poder subversivo de una vida oculta, de una fe vivida en lo concreto y cotidiano, como forma radical de resistencia.

El documental The Act of Killing (Joshua Oppenheimer, 2012) sacudió a Indonesia al romper el silencio sobre el genocidio de 1965. Por primera vez, los verdugos confesaron sus crímenes ante las cámaras.

Este documental se adentra en uno de los capítulos más oscuros y silenciados de la historia moderna: el genocidio en Indonesia tras el golpe militar de 1965. En ese periodo, el nuevo régimen llevó a cabo un genocidio masivo en la que fueron asesinadas entre 500.000 y un millón de personas, incluyendo no solo comunistas reales o supuestos, sino también campesinos, sindicalistas, intelectuales, y miembros de minorías étnicas y religiosas.
Lo más perturbador del documental es su enfoque: en lugar de entrevistar a las víctimas o a sus familiares, Joshua Oppenheimer da voz a los verdugos, miembros de escuadrones de la muerte que cometieron asesinatos sistemáticos… y que aún hoy son celebrados como héroes por el gobierno y los medios oficiales indonesios.
El impacto fue tal que el gobierno indonesio, pese a la ausencia de juicios formales, reconoció públicamente las atrocidades cometidas, abriendo un espacio para la memoria histórica antes inexistente.

En Bélgica, la película Rosetta (Jean-Pierre y Luc Dardenne, 1999) . Es una película clave dentro del cine europeo contemporáneo, y uno de los mejores ejemplos de cómo el cine puede influir directamente en la política y la legislación, además de ofrecer un retrato profundo de la dignidad y la resistencia humana frente a la precariedad.
A lo largo de la película, Rosetta recorre fábricas, talleres, oficinas de empleo, calles y mercados en busca de una oportunidad. Su determinación es absoluta, pero su mundo es hostil: los trabajos son precarios, inestables, y muchas veces con condiciones miserables. En una escena clave, ella llega a traicionar a un compañero para conseguir su puesto, lo que muestra hasta qué punto la lógica de la supervivencia puede romper incluso los lazos más básicos de solidaridad.
Provocó un debate nacional sobre el desempleo juvenil tan intenso que llevó a la creación de la llamada «Ley Rosetta», destinada a mejorar el acceso de los jóvenes al mercado laboral.

Ha habido diversas películas y documentales que han influido de manera significativa en la percepción e interpretación colectiva de hechos históricos relevantes. Un ejemplo reciente es el documental Hispanoamérica: Canto de Vida y Esperanza (2024), dirigido por José Luis López-Linares, propone una mirada nueva de la historia compartida entre España y América. Desde una narrativa que pone en valor el legado cultural, espiritual y artístico de la evangelización, la película busca ofrecer un contrapeso a la llamada «leyenda negra». Su notable éxito de público y la amplia acogida en las salas de cine españolas evidencian un interés creciente por revisitar el pasado con una actitud crítica, pero también abierta al diálogo y al reconocimiento de una herencia común que sigue marcando el presente.
En esta línea estamos obligados a recordar a Gritos del silencio (The Killing Fields) – Roland Joffé (1984). Basada en hechos reales, Gritos del silencio narra la historia de la amistad entre Sidney Schanberg, periodista estadounidense del New York Times, y Dith Pran, su traductor y fotógrafo camboyano, durante y después de la caída de Phnom Penh en 1975, cuando los Jemeres Rojos tomaron el poder en Camboya.

Tras la retirada de los extranjeros y el inicio del régimen de Pol Pot, Dith Pran es capturado y enviado a los campos de trabajo, conocidos como “los campos de la muerte”, donde más de un millón y medio de personas fueron asesinadas o murieron por hambre, tortura o agotamiento. La película alterna el intento desesperado de Schanberg por rescatar a su amigo con el testimonio brutal del horror vivido por Pran dentro del sistema genocida.
Gritos del silencio fue una de las primeras películas en hacer visible a gran escala el genocidio camboyano, apenas unos años después de que ocurriera (1975-1979). Hasta entonces, el mundo occidental había prestado poca atención al sufrimiento del pueblo camboyano, pese a las cifras escalofriantes.
El film conmovió profundamente a la opinión pública internacional. Aunque este film no provocó cambios políticos inmediatos, puso presión sobre los gobiernos occidentales para que dejaran de ignorar lo que había sucedido. Fue especialmente importante para el reconocimiento del trauma de los refugiados camboyanos, que comenzaban a llegar a Europa y Estados Unidos.

Además, el actor Haing S. Ngor, quien interpretó a Dith Pran, era él mismo un superviviente de los campos de exterminio. Su testimonio, dentro y fuera del cine, fue de un valor simbólico y humano enorme. Su Oscar fue el primero otorgado a un no profesional, y dio visibilidad mundial al drama del sudeste asiático.
Gritos del silencio no solo denuncia un crimen histórico, sino que plantea preguntas eternas:
¿Qué ocurre cuando el poder decide borrar la cultura, la memoria y la identidad de un pueblo? ¿Qué puede hacer el periodismo cuando la verdad resulta incómoda para los intereses geopolíticos? ¿Qué valor tiene una sola vida, una sola amistad, frente al engranaje de la muerte organizada?

Estos casos demuestran que el cine puede actuar como revelador de verdades ocultas, motor de legislación, catalizador de cambios corporativos y promotor de transformaciones culturales profundas. La pantalla se convierte así en un espacio de resistencia activa y en un detonante de procesos históricos reales.
Por ello, más allá de su dimensión estética o narrativa, el cine de resistencia debe ser comprendido como una herramienta poderosa que, al tocar las conciencias, puede alterar el tejido mismo de nuestras sociedades.

En este contexto, debemos hablar del cineclub, , ya olvidado en nuestra vida comunitaria , donde ver esos documentales que nadie muestra, esas películas que nos hacen pensar, que emerge como una forma contemporánea de «ciudad paralela», un espacio donde los descartados, los silenciados, se reúnen no solo para ver películas, sino para pensarlas, debatirlas y, sobre todo, interrogarse sobre la realidad que las atraviesa.
Frente a la pasividad del consumo audiovisual actual, de plataformas, el cineclub recupera el valor del encuentro, del pensamiento compartido y de la mirada crítica. Allí, el cine deja de ser entretenimiento para convertirse en una herramienta de resistencia: una forma de hacer visible lo silenciado, de articular preguntas que incomodan al poder y de alimentar una conciencia social que no se conforme con la versión oficial de los hechos.
En tiempos de uniformidad cultural y saturación informativa, crear y sostener un cineclub es un acto de insumisión lenta y persistente: una apuesta por la reflexión, por la palabra, y por el derecho a imaginar otros mundos posibles.

Encendamos la llama de la solidaridad con un arte que ponga semillas de resistencia en nuestras conciencias, y con ella, la posibilidad de transformar el mundo.