De los TAMARISES de ALGORTA al SARDINERO. Por Jesús Cacho

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Se asombraba Max Weber de que los vascos, los más católicos de entre los españoles, hubieran introducido los sistemas económicos del protestantismo. Esa burguesía se hizo después oscurantista y desconfiada y acabó en la ruina o en la cárcel. La misma suerte que amenaza a una renombrada saga de banqueros cántabra.

De los TAMARISES de ALGORTA al SARDINERO. Por Jesús Cacho

Se asombraba Max Weber de que los vascos, los más católicos de entre los españoles, hubieran introducido los sistemas económicos del protestantismo. Esa burguesía se hizo después oscurantista y desconfiada y acabó en la ruina o en la cárcel. La misma suerte que amenaza a una renombrada saga de banqueros cántabra.

Los 15 kilos de explosivo que estallaron en los lavabos del hotel Los Tamarises, en la playa de Ereaga, Algorta, retumbaron como la trompetería del fin del mundo en el corazón de un reino en decadencia, un ámbito que desde hace años se bate en retirada, consumido en la llama de su incapacidad para adaptarse a los tiempos cambiantes.

A media mañana de cualquier festivo, en la cafetería de Los Tamarises cateaban los apellidos más sonoros de la alta burguesía industrial y bancaria de Neguri, los Lezama-Leguizamón, Ampuero, Aguirre, Zubiría, Ybarra… Procedentes algunos del Club de Golf de Punta Galea, a punto, otros, de salir para el almuerzo en el Club Marítimo del Abra, los iconos de un estilo de vida elegante y gentil que acompañaba el buen pasar de aquella clase dirigente, descendientes de los «condes siderúrgicos», como contaba Unamuno. Dicen que un día, la selecta clientela acorraló a José Mari Lazcano, dueño del establecimiento, censurando el hecho, incontestable para muchos, de que se aviniera a pagar el impuesto revolucionario. Asediado el hombre por voces tan prominentes, terminó por explotar: «Es verdad que pago, pero lo hago para que todos vosotros podáis venir a tomar potes sin que os pase nada…»
Por la ribera de Los Tamarises paseó su esbelta silueta Pedro Toledo, aquel hombre elegante y discreto que, en su capacidad de provocación contra una clase que no terminaba de admitirle por estrictas razones de cuna, llegó un día a pasearse en un descapotable vestido todo de blanco Versace, al cuello un largo fular blanco a lo Isadora Duncan, el frío rostro aguileño al viento de un tiempo que ya le pertenecía. Desde la cafetería de Los Tamarises se puede divisar, como un acantilado sobre las olas que lamen la playa de Ereaga, el salón de la casa de Angel Galíndez, el viejo patrón del Vizcaya, enfrascado en sus ensayos con la física cuántica, retirado del mundanal ruido de un mundo que ya no es el suyo. Cuentan que en los atardeceres de invierno, el viejo Galíndez confunde los destellos dorados del Guggenheim con el resplandor metálico de los Altos Hornos que décadas atrás iluminaban las noches de la ría del Nervión. Ensoñación de un tiempo que se fue.

Dice Javier Ybarra (hijo de Javier de Ybarra y Bergé, asesinado por ETA en 1977 en las estribaciones del monte Gorbea, ante la pasividad escandalosa de sus primos y sobrinos banqueros) en su espléndido Nosotros los Ybarra (Tusquets), un monumento historiográfico en el erial hispano, escrito con el pulso y el ritmo de un Capote, que, en septiembre de 1897, Max Weber escribió a su madre desde el balneario de Las Arenas acerca de «la paradoja de que los vascos, es decir, los católicos más practicantes de España, hayan sido los que han introducido en ella gran parte de los sistemas económicos creados en los países protestantes», fenómeno que Weber achacaba a la influencia de los jesuitas en el País Vasco, quienes «desde el siglo XVIII cantaban las excelencias del trabajo frente a la concepción aristocrática de la vida», es decir, de la vida económicamente improductiva que llevaba la aristocracia.

Décadas atrás, las actas de los consejos de administración de los bancos Bilbao y Vizcaya solían contener prolijas descripciones con todo lujo de detalle. Palabras, gestos e incluso las toses de los señores consejeros. El secretario actuaba como el apuntador de un escenario teatral: «En este momento –puede leerse en una del Vizcaya- el señor presidente entra a la sala del consejo y se encamina derechamente a la cabecera de la mesa para ocupar el sillón presidencial». Estas alegrías literarias comenzaron a desaparecer de las actas durante el franquismo. A partir de la irrupción de ETA en el escenario vasco, el miedo se apoderó de los consejos. ¿Para qué ofrecer al enemigo más información de la necesaria? Desde entonces, y al tiempo que muchos grandes apellidos levantaban el vuelo hacia climas más cálidos, las referencias a los acuerdos tomados en consejo quedaron reducidas a simples esquelas. Se instauró así una nueva forma de gestión propicia al oscurantismo y la desconfianza, que aún pervive.

Emilio Ybarra, ex presidente del BBV e hijo de ese mismo oscurantismo, acaba de ver confirmada su imputación en el caso BBVA, por su participación en la creación de fondos de pensiones con dinero extracontable depositado en el paraíso fiscal de Jersey. Si sus mayores levantaran la cabeza, volverían espantados a sus tumbas. La misma sensación de vergüenza que embargaría a Emilio Botín Sanz de Sautuola y López, padre de Emilio Botín Ríos, si hoy pudiera ver a su hijo a las puertas del juicio oral por el caso de las cesiones de crédito, imputado como presunto autor de 38 delitos fiscales u otros tantos de falsedad en documento mercantil, tras el auto que la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional hizo público. Gracias a la tenacidad de dos magistradas, Teresa Palacios y Rosa María Arteaga (miembro de dicha Sala), aún es posible creer en España en una justicia igual para todos.

Cuentan que, a la salida de misa dominical, el viejo Botín solía dar generosas limosnas si el afortunado mendigo tenía la precaución de implorar la ayuda con el aval de Dios y la Virgen María. «Si es con dos firmas, entonces sí», respondía con sorna el banquero, mientras dejaba caer unas monedas. No necesitaron, en cambio, aval alguno los entonces Príncipes de España, Juan Carlos y Sofía, cuando, en los días previos a su boda ateniense, recibieron del banquero un millón de pesetas como regalo de bodas, con el que pudieron financiar, tiesos como la mojama los Borbones, su largo viaje de luna de miel. Don Emilio era un tipo duro en el trato con el dinero, pero atento y cuidadoso, delicado incluso, en su relación con sus subordinados.
Don Emilio era un banquero poco dado a la aventura, con el pulso firme que los viejos marinos solían exhibir al timón de la nave en las tormentas. El nunca se hubiera echado en brazos de dos hombres que han conducido a su hijo al gólgota en que hoy se encuentra. «Todos somos unos aficionados: la vida es tan corta que no da para más», decía Chaplin, pero algunos son más aficionados que otros. El caso es que la defensa jurídica del hombre más rico de España, con perdón de los March, está encomendada a dos personajes de imposible encaje en un moderno bufete de abogados. Ignacio Benjumea Cabeza de Vaca, secretario general y jefe de los servicios jurídicos, es una desgracia sobrevenida sobre don Emilio, un pedrisco resabiado y sin criterio, incapaz de distinguir entre el bien y el mal.
Caso muy distinto el de Matías Cortés (MC), sin duda uno de los hombres de más brillante y agudo ingenio que pueblan el foro. Ocurre que Matías (currículo el suyo: Ruiz Mateos, Coca, Conde, De la Rosa, Botín ahora), no es un abogado al uso. En puridad, ni siquiera es un abogado. O, en todo caso, es un abogado que no cree en el Derecho (como antes M. Armero; como ahora G. Marañón o M. Roca). Tal vez estemos ante un gran componedor de puzzles a medio camino entre lo político y lo empresarial. Mal pertrechado para moverse en sociedades abiertas, pero perfectamente adaptado para brujulear en la sombra de pactos a la italiana, compromisos de logias, grupos de presión, gobiernos… El tiempo del gran Matías, empero, ha pasado. Con un ritmo de vida altísimo, que imita en todo el de sus dos clientes vivos (Botín y Polanco), Cortés empieza a sentir ciertas dificultades. Don Emilio cada vez desvía más casos a Uría & Menéndez, y otrosí hace el de Prisa. MC se da cuenta de que le llaman menos, porque el trabajo se hace cada día más en equipo, y tiende a tecnificarse y despolitizarse. Merma el recurso a los conseguidores.

Mientras tanto, el SCH vive un momento delicado. En un clima de nerviosismo, la organización se mueve en un ambiente de gran desconcierto. Con un patético Caruana al frente del Banco de España que jamás osará hacerle siquiera una señal, Botín se aferrará a la presidencia aunque caigan chuzos de punta. Lo tiene, con todo, difícil. Imposible pensar en su hermano Jaime para hacerse cargo del timón de nave tan pesada. Solo cabe imaginar un relevo lógico: una presidencia ocupada por Alfredo Sáenz con la bella Ana Patricia como consejera delegada, en espera, no lejana, de dar el gran salto al sillón que ocuparan padre y abuelo.