El ASCO de la TELEVISIÓN

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El panorama de las televisiones actuales en España da asco. Casi no hace falta ni decirlo. La bazofia ha proliferado en estos últimos años colándose a través de cualquier resquicio, invadiéndolo casi todo, como el moho que conquista, al menor descuido, la más leve mancha de humedad. Se multiplican a diario los frikis, esa realidad social hecha de seres estúpidamente estrafalarios, apegados a la estética/ética de lo grosero. La gente vende su intimidad a cambio de un puñado de lentejas –o de caviar, lo mismo me da…



Por Ángeles Caso, escritora y periodista
Fuente: La Razón 4 de agosto de 2004

El panorama de las televisiones actuales en España da asco. Casi no hace falta ni decirlo. La bazofia ha proliferado en estos últimos años colándose a través de cualquier resquicio, invadiéndolo casi todo, como el moho que conquista, al menor descuido, la más leve mancha de humedad. Se multiplican a diario los frikis, esa realidad social hecha de seres estúpidamente estrafalarios, apegados a la estética/ética de lo grosero. La gente vende su intimidad a cambio de un puñado de lentejas –o de caviar, lo mismo me da–. Se oyen por todas partes increíbles afirmaciones sobre cualquier asunto procedentes de los descerebrados más descerebrados del mundo. Se programan horrendos concursos en los que se premia la falsedad, la vagancia, la incultura y la absoluta zafiedad. Se banalizan la violencia y el sufrimiento. Se colma de premios a series infantiloides, cuando no claramente esquizofrénicas. Se manipulan las noticias. Se ataca nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad. Se miente, se grita, se insulta, se calumnia, se rebuzna…

La excusa para tanta ignominia es la de que «eso es lo que la gente quiere». Ya saben: vivimos tiempos en los que el mercado manda sobre cualquier otra consideración. Si los espectadores quieren bazofia, démosles bazofia; eso es lo que parecen decir los responsables de las cadenas. Nadie ha sabido responder todavía a la pregunta que aletea, susurrante, detrás de semejantes afirmaciones: ¿es eso realmente lo que la gente quiere o la gente acaba consumiendo lo que le echan? Y aún más: ¿quién es esa «gente» tan mentada? ¿Se refieren acaso a los tres o cautro millones que convierten un producto televisivo en un éxito? ¿Y el resto? ¿Dónde están los treinta y tantos millones que faltan hasta completar la totalidad de la población española? Si uno observa los índices de audiencia de un día cualquiera a la hora en que supone que la mayor parte de los ciudadanos están en casa –pongamos las 10 de la noche– y suma las cifras de espectadores de todas las cadenas, siguen faltando muchos millones de españoles sentados ante el televisor. Quiero creer que esa inmensa mayoría son personas que han decidido dedicar su tiempo a actividades mucho más interesantes, como leer, charlar con la familia, tomarse una copa con los amigos, ir al cine o el teatro, o, simplemente, mirar las musarañas, que han demostrado de sobra ser más apasionantes que la mayor parte de nuestros programas de televisión.

Por ahí nos queda algo de esperanza, eso creo, aunque no puedo evitar temer que incluso las neuronas de los más sanos acaben siendo abducidas y dominadas por la basura que, como bien sabemos, tan fácilmente se instala en las vidas y con tanto esfuerzo, en cambio, es expulsada. Y si algo me preocupa especialmente de los desoladores conceptos del mundo que la televisión nos está transmitiendo –especialmente a los más jóvenes, aquellos que aún viven sometidos a un intenso proceso de formación intelectual y ética– es sin duda todo lo que tiene que ver con la imagen de la mujer: trozos de carne, eso es lo que somos a juzgar por muchas de las cosas que se ven en la tele, tanto en los programas como en la publicidad; o marujas cotillas y enloquecidamente consumidoras. Y si esta segunda idea me indigna, la primera me llena de rabia. Toda esa exhibición de cuerpos más o menos espléndidos pero siempre desamparados por los tristes cerebros de mosquito que los acompañan, toda esa aceptación de los juegos sexuales más descaradamente machistas –aquellos que cosifican a la mujer y la convierten en un mero objeto de deseo masculino–, todas esas bromas y chistes zafios hasta lo nauseabundo. O el comadreo, el juicio moral siempre maledicente, la frivolidad más repulsiva, la crítica ensañada contra otras mujeres…

Las primeras responsables de todo eso somos nosotras mismas o, mejor dicho, ellas, las mujeres de todas las edades que día a día aparecen en los programas o en los anuncios prestándose a ese juego barato y demoledor. Muchas otras han luchado durante largas décadas por dignificar la condición femenina, por hacer comprender a los hombres –y a sus propias congéneres– que ser mujer no significa ser pasiva, ni estúpida, ni débil, ni vendedora de sexo. Se han dejado la energía y han sido insultadas y perseguidas y hasta ejecutadas intentando probar que cualquier mujer puede disfrutar de su cuerpo con la misma libertad que cualquier hombre sin rebajar por ello ni su inteligencia ni su dignidad. Muchas –ahora lo sabemos de sobra– son torturadas y hasta asesinadas cuando tratan de demostrar a cierta clase de hombres que poseen fortaleza y valor para abandonarlos y seguir adelante con sus propias vidas dejando de ser cosas, objetos dominados. Muchas, muchísimas, han sufrido y siguen sufriendo en innumerables partes del mundo por ser tratadas como seres humanos, con toda su grandeza y toda su fragilidad. Pero luego están esas otras, las herederas de lo peor que el género femenino ha engendrado a lo largo de sus muchos siglos de dominación, las hijas de las que se vieron obligadas históricamente a entregar sus cuerpos a cambio de comida y protección, de las que desarrollaron silenciosas estrategias de engaño y mezquindad para llegar a poseer algún jirón de poder. Lo malo es que quienes ahora siguen actuando así no lo hacen como sus antepasadas por necesidad, sino por puro abandono, por necedad o por codicia. Y ya no podemos acusar a los hombres de su comportamiento sino a ellas mismas, culpables de defección en ese difícil y extraordinario camino que conduce a la plenitud de la condición femenina.