Esclavos del lujo: El oro robado a los nativos

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Las siete poblaciones indígenas más afectadas por las operaciones de Freeport llevan décadas enfrentándose a la multinacional en un pulso desigual. Más de 6.000 soldados indonesios protegen el yacimiento de oro y en el pasado han demostrado su disposición a detener, torturar y disparar a quienes se han opuesto a la explotación minera.

DAVID JIMÉNEZ
Timika (Indonesia)
Cronica , 8 de agosto de 2004

Desde el aire Papúa Occidental parece un interminable océano verde. Es posible sobrevolar su territorio durante horas y no ver más que selva, ríos color chocolate que se abren paso serpenteando a través de la vegetación e inmensas montañas que se levantan como gigantes en mitad de la nada. La sensación de haber llegado a uno de los últimos paraísos vírgenes del mundo sólo se desvanece cuando se inicia el descenso a la localidad de Timika y, a lo lejos, empiezan a distinguirse 18 claros en la jungla.

Es el Club de Golf Rimba Irian. Cualquier sábado por la tarde se puede ver aquí a decenas de ejecutivos occidentales practicando su deporte favorito mientras sus mujeres toman el té en la terraza y sus hijos juegan por los alrededores. El campo de golf profesional ‘más remoto del mundo’ es parte de Kuala Kencana, una de las dos ciudades-paraíso levantadas por la multinacional Freeport-McMoRan Copper & Gold, de EEUU, en los bosques de Papúa.

Las calles de esta réplica de un barrio residencial americano de clase alta están perfectamente asfaltadas e iluminadas, la basura es recogida con puntualidad y las casas, de diseño y tamaño acordes con el cargo de cada empleado, cuidadas por un diligente servicio local. Hay una escuela internacional, piscina olímpica, pistas de tenis, un moderno hospital, una iglesia y biblioteca, todo rodeado de jardines cuidados al milímetro y seguridad las 24 horas del día.

Detrás de la inverosímil construcción de un lugar como Kuala Kencana en uno de los rincones más pobres y remotos del mundo se esconde la versión moderna de una obsesión que ha perseguido al hombre desde hace cinco milenios: la búsqueda del oro. Los oasis de lujo construidos por Freeport en la selva descansan a los pies de Grasberg, una inmensa montaña que guarda en sus entrañas el mayor yacimiento de oro del mundo y el tercer depósito más grande de cobre.

Cuando el actual contrato de la compañía estadounidense y el Gobierno indonesio expire en 2014, Grasberg habrá sido vaciada por dentro como una nuez y en su lugar quedará un inmenso agujero de 2,5 kilómetros de diámetro y 700 metros de profundidad. Sus dueños habrán extraído más de un millón y medio de kilogramos de oro y, en el camino, la vida de algunas de las últimas tribus vírgenes del mundo habrá cambiado para siempre.

En realidad, ya lo ha hecho.

‘Nos han robado la tierra, envenenado nuestro ríos y contaminado los árboles que nos dan fruta. Aunque se marcharan mañana, ¿acaso algo volvería a ser como antes?’, se pregunta Kaware, jefe de la tribu Kamoro en la aldea de Iwaka, una de las que han sido desplazadas por la mina.

Las siete poblaciones indígenas más afectadas por las operaciones de Freeport llevan décadas enfrentándose a la multinacional en un pulso desigual. Más de 6.000 soldados indonesios protegen el yacimiento de oro y en el pasado han demostrado su disposición a detener, torturar y disparar a quienes se han opuesto a la explotación minera.

Las actividades de Freeport en Indonesia han estado rodeadas de intrigas políticas e intereses desde el inicio de los primeros trabajos en 1972. Uno de los principales asesores de la compañía americana, miembro de su consejo de administración entre 1995 y 2001, es el ex secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger. Lo que podría parecer el simple paso al sector privado de un político más escondería, en realidad, una de las claves de la permisividad con la que Freeport ha actuado en Indonesia durante más de tres décadas.

Documentos desclasificados en EEUU el pasado año revelan que Kissinger dio luz verde a la anexión de Papúa Occidental por Indonesia en 1969, a pesar de conocer que el 90% de la población deseaba la independencia y que el referéndum que decidió su integración en el país asiático había sido un fraude. Hoy basta una llamada de Kissinger a Yakarta para lograr nuevos beneficios para la compañía, según fuentes del propio Gobierno indonesio.

Los nativos que se encontraban en las tierras altas donde se halla la mina han sido recolocados en las llanuras, y el medio ambiente de la zona ha sido gravemente dañado. Walhi, un grupo ecologista indonesio, asegura que la compañía arroja cada día 520.000 toneladas de desechos contaminantes en ríos, valles y lagos. En respuesta a los intentos de CRONICA por conocer más sobre sus actividades, Freeport envió una serie de libros editados por ella misma en los que reitera su compromiso para lograr un ‘desarrollo sostenible’ en la región y ayudar a la población local.

UN ESTADO PARALELO

La multinacional ha construido lo más parecido a un país paralelo, un poder casi absoluto que a menudo suplanta ‘funciones de poderes civiles’, denuncian funcionarios locales. En Timika, la principal ciudad de la región donde se encuentra la mina, la multinacional es propietaria del Hotel Sheraton, el único aeropuerto de la ciudad y los pocos edificios y construcciones modernas existentes.

Sus empleados conducen coches con sus propias matrículas, tienen su propia policía y cuerpo de bomberos y disfrutan de una inmunidad diplomática no escrita. Miles de hectáreas están completamente bajo control de la empresa y nadie puede acceder a zonas naturales sin el permiso de la compañía, que desde hace dos años veta sistemáticamente la visita de los periodistas que quieren viajar a la mina. ‘Vivimos en una nación llamada Freeport y no es precisamente una democracia’, asegura Thomas Wanmane, uno de los locales que están tratando de organizar a las tribus a través de la ONG local Lemasa.

La mina ha creado dos mundos completamente diferentes en Papúa Occidental. Nada más pasar los carteles que delimitan Kuala Kencana o Tembagapura, la otra ciudad a los pies de Grasberg levantada para acomodar a los trabajadores de Freeport, el primer mundo deja paso al subdesarrollo. De repente las mansiones se tornan chabolas de madera, a menudo sin luz ni agua corriente; las carreteras se vuelven caminos intransitables y la pobreza se puede respirar en pueblos donde los niños vagan desnudos.

El yacimiento de Grasberg ha terminado por simbolizar para gran parte de la población local su lucha por la independencia desde la llegada de las tropas indonesias en los años 60. Todo el mundo conoce a algún familiar, amigo o vecino que ha sido detenido por el Ejército indonesio. Todos saben de alguien que nunca volvió a casa. Un estudio del profesor de la Universidad de Yale Allard K. Lowenstein revela que la región ha sufrido un lento ‘genocidio’ que en las últimas cuatro décadas ha provocado la muerte de 100.000 personas.

ALIANZA CON RIO TINTO

Freeport, que en su aventura indonesia se ha aliado con Río Tinto, otra de las grandes empresas mineras del mundo, paga todos los años millones de dólares para mantener la protección de miles de soldados indonesios. Las barracas, la comida y gran parte de las instalaciones de los militares han sido pagadas por la empresa en lo que sus cuentas recogen como ‘apoyo a la seguridad ofrecida por el Gobierno’.

Las protestas y los incidentes entre la población local y los militares han obligado a suspender las operaciones en varias ocasiones y a mediados de los años 90 forzaron a la empresa a replantearse completamente una estrategia que hasta entonces había ignorado a los nativos. A pesar de las continuas intervenciones de Kissinger y otros influyentes políticos en favor de la multinacional, congresistas americanos y organizaciones de los derechos humanos de EEUU empezaron a cuestionar la moralidad del proyecto de Freeport en Papúa.

La compañía, asediada por varios frentes, encontró la solución en lo que hoy se conoce como ‘el fondo 1%’, en referencia al tanto por ciento de los beneficios de la mina que Freeport se ha comprometido a invertir en el desarrollo de las comunidades indígenas. M. Gwijangge, uno de los líderes de las tribus desplazadas que lleva años luchando contra la explotación minera, lo resume de otra forma: ‘Nos han comprado por una miseria para que les dejemos robar lo que es nuestro’.

El dinero de Freeport ha servido en los últimos años para mejorar hospitales, ha permitido a cientos de estudiantes locales lograr becas para estudiar en el extranjero y ha creado infraestructuras que antes no existían. También ha abierto una brecha de resentimiento entre los nativos, enfrentados entre ellos por el reparto de las subvenciones o la conveniencia de aceptarlas.

Incluso miembros históricos de la resistencia tribal, como Yosepha Alomang, detenida y torturada en 1996 durante seis semanas por dar de comer a guerrilleros independentistas, han terminado cogiendo el dinero. ‘Huimos del enfrentamiento para caminar juntos. Si se hacen las cosas mal, lo seguiremos denunciando’, asegura un colaborador de Alomang desde la nueva sede de su Centro por los Derechos de la Mujer y los Niños, pagada enteramente por Freeport.

Para la empresa, la cesión de una pequeña parte del pastel es más rentable que volver a afrontar las pérdidas millonarias de nuevas suspensiones. Lo que en los años 70 parecía una oportunidad minera más se ha convertido con el tiempo en un negocio que, a plena producción, genera un millón de dólares de beneficio al día. El fondo 1% le ha servido a Freeport, además, para ganar una tregua en una zona en permanente conflicto. ¿Por cuánto tiempo?

Los Kamoro, uno de los grupos que aceptaron negociar, se sienten engañados. Los terrenos donde hoy se asienta el campo de golf Rimba Irian han pertenecido desde tiempos ancestrales a esta tribu seminómada. A mediados de los 90 la empresa convenció a sus líderes para que cedieran sus tierras a cambio de promesas -nuevas casas, carreteras, atención médica y mejoras en sus comunidades- que sólo se han cumplido a medias.

En Iwaka, una aldea de 80 familias, hasta 10 personas viven en casas demacradas y carcomidas de apenas 25 metros cuadrados, sin luz ni agua corriente. ‘Freeport prometió casas de piedra, pero construyó chozas con la madera más barata’, protestan los vecinos. ‘Jamás habríamos entregado nuestra tierra de haber sabido que nos engañarían así’, aseguran.

La prostitución y el sida, desconocidos hasta hace poco en Papúa, también son parte de los cambios que ha traído la mina. En ningún sitio pueden apreciarse mejor que en lo que los lugareños conocen como el K-10, situado a 10 kilómetros de Timika.

El lugar parece un pueblo del viejo oeste americano, con casuchas de madera a ambos lados y prostíbulos llenos de jóvenes ofreciéndose vestidas en pijama. H.J. Anza, un proxeneta llegado de la isla de Java, le puso a su burdel el nombre de Barcelona en honor a su equipo de fútbol favorito. ‘El K-10 es el único sitio donde se puede encontrar en la misma sala a mineros, nativos y ejecutivos de Freeport’, bromea Anza.

Los dueños de los locales aseguran que la empresa americana les envía un médico tres veces por semana para chequear la salud de las chicas y distribuye condones entre las prostitutas. Al caer la noche, la avenida principal del K-10 se llena de indígenas de las diferentes tribus que van dando tumbos con botellas de whisky medio vacías en la mano. Todos los días hay peleas.

‘Es triste admitirlo’, asegura un grupo de dirigentes de la ONG local Lemasa, reunidos alrededor del retrato del asesinado líder del movimiento independentista de Papúa Occidental Theys Hiyo Eluay. ‘Nuestra sociedad se está resquebrajando’.

Papúa Occidental ha dejado de ser el paraíso intocable que se aprecia desde la ventanilla del avión, pero sigue siendo uno de los lugares más primitivos del mundo y una de las pocas regiones del planeta donde todavía quedan nativos que no han tenido contacto con la civilización. La historia de Michael Rockefeller, el heredero de la fortuna Rockefeller supuestamente desaparecido en 1961 a manos de una tribu caníbal mientras se encontraba en una expedición en la región, sigue siendo el ejemplo que los expertos recuperan cada vez que tratan de explicar lo incomunicada que ha estado esta gente hasta bien entrado el siglo XX. ‘Hasta que llegó Freeport todo el mundo iba desnudo, no había nada’, recuerda uno de los doctores más veteranos de Timika, que teme dar su nombre y perder un puesto pagado, cómo no, por Freeport.

Los cambios de los últimos años han llegado demasiado rápido para muchos indígenas que han visto como la única forma de vida que conocían se desvanecía sin tiempo para adaptarse a los nuevos tiempos. Algunos, desesperados ante la ausencia de puestos de trabajo o futuro, han puesto sus ojos en el metal dorado al que sus antepasados nunca prestaron atención.

Todas las noches grupos de las tribus Amungme, Kamoro y Dani se adentran en las zonas restringidas de la mina de Freeport para batear el río Ajkwa en la clandestinidad. Familias enteras acampan entre los arbustos y pasan hasta 12 horas al día hundiendo sus palanganas en el agua turbia, con la esperanza de que los desechos que bajan de la montaña lleven algunas sobras.

Los domingos, después de una semana de trabajo, los buscadores de oro acuden a la ciudad para vender el metal conseguido a 70.000 rupias el gramo (seis euros). ‘En un día de suerte logro cinco gramos, pero en uno sin suerte no consigo nada’, dice Ferdinandos Mimiyau, que llegó al río con un grupo de bateadores ilegales de la aldea de Ipaya. ‘¿De quién es el oro? Ésta es nuestra tierra; nadie puede decirnos qué podemos coger de ella’, asegura su compañero Tolia mientras mira nervioso a todos lados en una zona patrullada por los guardias de Freeport.

El verdadero oro, el que sale de Grasberg, está a más de 4.000 metros de altura lejos del alcance de los pequeños buscadores. La materia prima extraída de ‘las nubes’ es llevada hasta el puerto de Amamapare a través de una conducción que atraviesa más de 100 kilómetros de selva. Los barcos aguardan en la costa del mar de Arafura para llevarse el oro a terceros países que se encargan del fundido, refinado y procesamiento. El objetivo es no perder tiempo: el oro no ha dejado de subir en los mercados internacionales desde 2002, cuando se revalorizó un 20%.

La previsión es que su precio se mantenga en los máximos del último lustro (entre 380 y 450 dólares a la onza). El aumento de la demanda podría hacer de la mina de Grasberg una fuente inagotable de ingresos que Freeport y el Gobierno de Indonesia no están dispuestos a dejar pasar. Para las tribus locales queda esa oferta de todo o nada: aceptar el 1%, renunciar a sus derechos históricos y a la vida que conocen o arriesgarse a perderlo todo.

Kaware, sentado junto a los miembros de su tribu en la aldea de Iwaka, asegura que los ejecutivos que hoy juegan al golf sobre lo que fue su territorio ya han decidido por ellos. ‘¿Por qué tuvo Dios que darnos la montaña de oro? Sólo nos ha traído problemas’, se lamenta.

COMUNIDADES VIRGENES

Papúa Occidental (antes Irian Jaya) forma la mitad de la isla de Papúa, bajo control de Indonesia. Con poco más de dos millones de habitantes y más de 300 tribus indígenas, es, junto a Brasil, la zona con más comunidades vírgenes (que no han tenido contacto con la civilización) del mundo. En su territorio se hablan el 15% de las lenguas del mundo. La mayoría de la población no se siente identificada con Indonesia: su idioma, su origen étnico y su apariencia física son diferentes. El programa transmigratorio ideado por el dictador Suharto en los años 60 ha provocado la masiva inmigración desde otras partes de Indonesia con la promesa de puestos de trabajo, convirtiendo a la población nativa en minoría en su propio territorio. A pesar de ser una de las zonas naturales más ricas del mundo, se encuentra a la cola de todas las estadísticas de desarrollo: la mortalidad infantil en algunas zonas es de dos de cada 10 bebés.

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