Reflexiones sobre la “tregua de Navidad” durante la primera guerra mundial.
En la imagen: cruz colocada en Comines-Warneton (Bélgica) en 1999, en recuerdo de aquella tregua de Navidad de 1914 que detuvo momentáneamente la Primera Guerra Mundial.
Desde hace ya algunos años nos vienen con la martingala de que la política es la gestión de asuntos que conciernen a una institución a la que se ha dotado de determinadas competencias; y esta definición es un grave error. La “gestión” no puede ser nunca el objetivo de la acción política porque es, de suyo, simplemente un medio. Se gestiona algo con vistas a un fin, y quien afirma que como político se dedica a la gestión lo que dice así porque: o bien considera que los fines a los que se dirige la política están fijados de antemano, como si se tratase de una ciencia exacta; o bien nos quiere hurtar la discusión política, base de una verdadera democracia; o bien, por último, no conoce ni el sentido ni la dirección de aquello que pretende hacer. La política no es un asunto sólo de medios, ni de remedios, sino que trata prioritariamente de los fines que, como dice el bueno de Aristóteles, son los bienes. En este caso los bienes comunes.
Quiero detenerme hoy precisamente en ese calificativo -“comunes”- que se da a los bienes de los que se ocupa la política, porque, ¿qué es lo común? ¿quién es el sujeto del que algo es “común”? o, dicho de forma directa, ¿en qué consiste ser una comunidad?
Me interesa comprender el acto político por excelencia, el que constituye un pueblo, es decir, una comunidad que comparte y postula bienes que tiene por propios. Muy especialmente me interesa comprender cuál es el acto político que constituye al pueblo cristiano, ya que por encima de cualquier otra pertenencia o identidad es el pueblo del que me siento parte.
Hay a este respecto un hecho histórico que me parece uno de los más decisivos para que comprendamos qué significa pertenecer al pueblo de Dios, especialmente en la coyuntura actual. Se trata, a mi juicio, de uno de los sucesos más relevantes en la historia de la filosofía política y que, sin embargo, ha llamado poco la atención de los que se ocupan, o nos ocupamos, con mayor o menor fortuna, de estos menesteres.
Sucedió en el primer año de la Gran Guerra, cuando las trincheras sajaban la piel de Europa llenándola de heridas que supuraban sangre y fuego. El día de Navidad de 1914, cerca de Yvres (Bélgica), se produjo lo que Arthur Conan Doyle definió como “un episodio humano en medio de las atrocidades que han manchado la memoria de la guerra” o, como escribió a sus padres uno de sus protagonistas, el Sargento Charles Lightfoot, en una carta fechada el 28 de diciembre, “una visión que iba más allá de toda fantasía”.
El día 24 de diciembre de 1914 sorprendió a los jóvenes combatientes en una tarea singular, ya que estaban decorando sus lúgubres trincheras con adornos navideños, como quien decora con un mural colorido el interior de su tumba. En aquellos momentos unos y otros acompañaban la labor con cantos de villancicos que, fuesen entonados en una lengua o en otra, no eran ajenos para los que reptaban en los cercanos fosos enfrentados. Todos conocían las canciones, su significado, aquello a lo que llamaban. Entonces algunos, los más osados, se atrevieron a acompañar los cantos de sus contrincantes, para después salir de sus agujeros y a estrechar sus manos. Según cuentan las crónicas aquel día la guerra se detuvo, los hostiles se volvieron hospitalarios, se intercambiaron regalos, rezaron juntos el salmo 23 (“El Señor es mi pastor, nada me falta…”) y enterraron, lloraron y elevaron plegarias por los muertos que, ese día, habían descubierto que eran para todos, llevaran el uniforme que llevaran, propios.
En la Navidad de 1914 los mayores “enemigos” se dieron cuenta de que les unía una misma música, un mismo deseo, un mismo corazón, una misma fe.
La llamada “Tregua de Navidad” se fue extendiendo por aquellos arañazos inmundos de polvo y lodo como se quema un hilo de pólvora, hasta llegar a muchos kilómetros y, por doquier y en contra de las órdenes de los superiores, multitud de unidades se negaron a continuar la sórdida batalla a la que alguien, sus estados, les había arrastrado. Nadie obedeció la orden de disparar, ni aquel día ni el siguiente. En varios lugares del frente no se reanudó el tétrico trabajo de matar a los semejantes hasta el mes de febrero de 1915.
Ante algo así siempre nace una pregunta, tal vez semejante a ésta: ¿cómo pudo pasar algo así? ¿No había sido suficiente la propaganda con la que cada central de mando atiborraba las trincheras y que se había empezado a inculcar meses antes, como bien indica Chesterton, desde el poderoso órgano ideológico de la escuela pública?
Tal vez convenga, lo primero, recordar a los no cristianos, pero desgraciadamente también a los que sí lo son, que el cristianismo no consiste en el cumplimiento de una lista de mandatos morales, ni en ser de derechas ni de izquierdas, ni en compartir cualquier tipo de discurso ideológico y, ni siquiera, en estar de acuerdo con una noción bondadosa sobre la vida y el hombre o actuar en coherencia con dicha noción. La fe es una gracia que se vierte de manera efectiva y gratuita sobre nuestras vidas, es otra vida que se injerta en nosotros haciéndonos más nosotros mismos. Por el bautismo, y por la Eucaristía, nos hacemos parte del Cuerpo de Cristo, no sólo como una nación, sino como una nación de naciones: el Pueblo de Dios, conformado por algo menos frágil que nuestra intención de unidad, que nuestra voluntad de lograrla, que es por la común pertenencia a Él, cuerpo de su cuerpo y sangre de su sangre y, por lo tanto, cuerpo del cuerpo del hermano y sangre de la sangre del hermano. La Eucaristía genera así una comunidad que trasciende barreras, fronteras, límites culturales y lingüísticos, constituyéndose en el acto político por excelencia. De ella nace la vida de un pueblo que se extiende por los confines de la tierra.
La Eucaristía produce una unión real entre los distintos, entre los hutus y los tutsis, los palestinos y los israelitas, los pobres y los ricos, todos una comunidad construida por el mismo Cristo presente entre nosotros y en cada uno de nosotros. Los alemanes, austriacos, húngaros, italianos, ingleses y franceses que se miraron a los ojos aquella noche de 1914 pudieron olvidar el odio abstracto fomentado por esos estados que les reclamaban, como a Fausto, la propiedad sobre sus almas, para darse cuenta de que al asesinarse estaban asesinando de nuevo, flagelando y crucificando, a su único Señor.
Porque, además, ser de Cristo no anula la identidad que nace del afecto a la tierra, a las tradiciones, a la lengua, a la propia cultura, sino que la abre a lo universal, a lo católico, al encuentro con el otro, a no concebir la pertenencia desde el habitual plano negativo, que acota a los que somos por contraste con aquellos “que no somos”, justo lo contrario de la Eucaristía, que nos hace ser los unos de los otros.
Aquel evento insólito, aquel rayo de verdad y esperanza que recorrió un páramo de odio y muerte, nos ha de hacer pensar en la verdadera naturaleza de la vida política en la que estamos inmersos hoy en día, en la que los estados contemporáneos exigen que les demos todo nuestro ser a cambio de que tenga a bien reconocernos lo que era nuestro desde el principio: un puñado de derechos que no dudarán en pisotear, o en hacer que nos los pisoteemos los unos a los otros, en cuanto les interese. Mientras, seguimos pensando que dependemos de sus parabienes, migajas con las que nos quieren arrancar la libertad de los hijos de Dios.
O somos libres de todo y afectos a Dios, o rechazamos a Dios y corremos como estúpidos detrás de cualquier tótem que pongan ante nuestros ojos. A ese becerro de oro entregaremos nuestra sangre e inmolaremos nuestra descendencia con tal de que nos prometa convertir las piedras en panes y, así, por un camino de serena e inadvertida esclavitud, llegue a proporcionarnos el único placebo que es capaz de fabricar: esa triste y mecánica “felicidad” de la soledad sin abrazo ni brasero.
Autor: Marcelo López Cambronero