La oración fúnebre de Pericles

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Atenas, Grecia.* A los atenienses (470 AC – 399 AC)

Nuestra constitución no copia leyes

de los estados vecinos.

Más bien somos patrón de referencia

para los demás,

en lugar de ser imitadores de otros.

Su gestión favorece a la pluralidad

en lugar de preferir a unos pocos.

De ahí que la llamamos democracia.

Otra diferencia entre nuestros usos

y los de nuestros antagonistas

se aprecia con nuestra política militar.

Abrimos nuestra ciudad al mundo.

No les prohibimos a los extranjeros

que nos observen

y aprendan de nosotros,

aunque ocasionalmente los ojos del enemigo

han de sacar provecho de esta falta de trabas.

Nuestra confianza

en los sistemas y en las políticas

es mucho menor que nuestra confianza

en el espíritu nativo

de nuestros conciudadanos.

Nuestros hombres públicos

tienen que atender

a sus negocios privados

al mismo tiempo que a la política

y nuestros ciudadanos ordinarios,

aunque ocupados en sus industrias,

de todos modos son jueces adecuados

cuando el tema es el de los negocios públicos.

Puesto que

discrepando con cualquier otra nación

donde no existe la ambición de participar

en esos deberes, considerados inútiles,

nosotros los atenienses somos todos capaces

de juzgar los acontecimientos,

aunque no todos seamos capaces de dirigirlos.

En lugar de considerar a la discusión

como una piedra que nos hace tropezar

en nuestro camino a la acción,

pensamos que es preliminar

a cualquier decisión sabia.

De nuevo presentamos el espectáculo singular

de atrevimiento irracional

y de deliberación racional

en nuestras empresas:

cada uno de ellos llevado

hasta su valor extremo

y ambos unidos en una misma persona,

mientras que, por igual caso, en otros pueblos,

las decisiones son el resultado

solamente de la ignorancia

o solamente del espíritu de aventura

o solamente de la reflexión.

La palma del valor

corresponde ser entregada en justicia

a aquellos que no ignoran,

por haberlo experimentado en carne propia,

la diferencia entre la dureza de la vida

y el placer de la vida;

y que, sin embargo,

no ceden a la tentación de escapar

frente al peligro.

Si nos referimos a nuestras leyes,

ellas garantizan igual justicia a todos,

en sus diferencias privadas.

En lo que respecta a las diferencias sociales,

el progreso en la vida pública

se vuelca en favor de los que exhiben

el prestigio de la capacidad.

Las consideraciones de clase

no pueden interferir con el mérito.

Aún más, la pobreza,

no es óbice para el ascenso.

Si un ciudadano es útil para servir al estado,

no es obstáculo la oscuridad de su condición.

La libertad de la cual gozamos

en nuestro gobierno,

la extendemos asimismo

a nuestra vida cotidiana.

En ella, lejos de ejercer

una supervisión celosa de unos sobre otros,

no manifestamos tendencia a enojarnos

con el vecino, por hacer lo que le place.

Y puesto que nada está haciendo

opuesto a la ley,

nos cuidamos muy bien de permitirnos

a nosotros mismos

exhibir esas miradas críticas

que sin duda resultan molestas

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