Los cobayos de las fumigaciones agrícolas

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Vecinos de una localidad argentina estaban sirviendo de cobayas para determinar los efectos del glifosato, un agro-químico para las plantaciones de Soja

La avioneta trazó un círculo en lo alto y luego se lanzó en picada, como si fuera a zambullirse en las casas del vecindario. Pasó tan bajo que los niños que regresaban de un paseo escolar quedaron envueltos en una nube de gotas minúsculas y malolientes, cuando el monoplaza abrió las válvulas de fumigación. En vez de buscar refugio, los pequeños se quedaron un buen rato disfrutando de las humosas acrobacias del piloto Edgardo Pancello, mientras la sustancia decantaba lentamente en su piel y en sus pulmones. «La primera vez que fumigaron glifosato desde el aire fue a mediados de los 90».

«En esa época los vecinos éramos tan pobres que no teníamos televisor. La única diversión era esperar la llegada del mosquito zumbón (el aeroplano) y salir a ver el espectáculo de sus vuelos a ras. Después sentíamos náuseas y un ardor en las partes expuestas de la piel. Pero no le dábamos importancia. Éramos zonzos», se lamenta Susana Márquez, moradora de Ituzaingó, un barrio al sudeste de la ciudad de Córdoba.

De cierta forma, sin que nadie se lo propusiera, los vecinos de esa localidad argentina estaban sirviendo de cobayas para determinar los efectos del glifosato, el agroquímico que se aplica en las plantaciones de soja transgénica y otros cultivos, a fin de erradicar malezas e insectos.

Era un experimento similar al que se llevaría a cabo en Francia, 16 años más tarde, con ratas de laboratorio. En 2006, un equipo de investigadores galos dirigidos por Eric Séralini, profesor de Biología Molecular de la Universidad de Caen, comenzó a alimentar a 200 roedores con NK603, una variedad de maíz adaptado genéticamente para soportar la acción del mismo glifosato que se emplea en cantidades industriales en las regiones agrícolas de Argentina. Los resultados del estudio, publicados el pasado 26 de septiembre en varias revistas especializadas y en un libro titulado ¡Todos cobayos!, han estremecido a la comunidad científica. A los 17 meses de iniciado el experimento, la mortalidad entre los ratones machos alimentados con el maíz transgénico, fue cinco veces superior a la de los que comieron el maíz no alterado. Los órganos depuradores de las ratas que consumieron NK603, como el hígado y los riñones, quedaron atrofiados en una frecuencia cinco veces mayor a la normal. Las hembras desarrollaron una variedad de tumores cancerosos, en especial en las mamas. «Las ratas tienen una constitución molecular semejante a la de los humanos. Por eso las elegimos para estudiar los efectos de los alimentos genéticamente modificados y de sus correspondientes herbicidas», dice el doctor Joel Spiroux, director adjunto del estudio.

Rebobinemos hasta 1995, cuando la soja transgénica que hoy ocupa el 75% de la superficie cultivada en Argentina (y con ella sus herbicidas), hacía su debut en las tierras más fértiles de la pampa. Las autoridades anunciaban el inicio de una era de bonanza para Córdoba -y el país en general- con la incorporación de la semilla mágica y de su portentoso herbicida, ambos producidos por Monsanto, la mayor empresa biotecnológica del mundo.

En su entusiasmo por obtener los beneficios del nuevo cultivo, los agricultores argentinos plantaron soja hasta en los costados de las autopistas y en el caso de Ituzaingó, en los límites del barrio. Por eso es que la avioneta debía lanzar el herbicida cuando aún sobrevolaba las casas.

Susana Márquez nos recibe en el pequeño vestíbulo de su casa, con la tradicional infusión de yerba mate. Dice que su adicción al tabaco es producto de los bajones anímicos que la afligen desde hace dos décadas. Tenía 23 años y estaba por casarse cuando se multiplicaron las fumigaciones. Al año de contraer matrimonio comenzó su calvario. «Tuve 17 abortos espontáneos, una tras otro, sin que a ninguno se le ocurriera atribuir las pérdidas al hecho de que yo viviera a 50 metros de los campos de soja, respirando el herbicida que impregnaba la casa, la ropa y el agua que bebíamos. Hace siete años por fin tuve un parto normal. Estaba feliz; la pequeña Lourdes sería mi consuelo después de tanto dolor. Pero la alegría duró poco», susurra.

En medio de la plática nos damos cuenta de que la chica está allí, escuchando lo que decimos. Lourdes parecía una nena normal hasta que empezó a ir a la escuela. Se cansaba muy pronto, les costaba concentrarse. En la clínica de Córdoba le diagnosticaron una conexión intraventricular, malformación congénita del corazón que afecta a uno de cada 100.000 argentinos. En el barrio de Ituzaingó 400 individuos en una población de 6.000 la padecen.

La madre enciende otro cigarrillo. La martiriza la idea de perder a Lourdes o de que si llega a adulta, la chica no obtenga un trabajo adecuado a su condición. Ella no puede trabajar limpiando casas ajenas como tantas mujeres del barrio.

En el 2000 Susana y sus amigas se decidieron a actuar. Junto con Sofía Gatica (Premio Goldman 2012, considerado como el Nobel de Medio Ambiente) y María Godoy crearon la organización Madres de Ituzaingó, con el objetivo de frenar las fumigaciones que a su juicio eran la causa de que los moradores del barrio murieran como moscas.     ¿No era demasiada casualidad que en la manzana donde el glifosato corroía la cal de las casas, la mitad de los habitantes tuviera algún tipo de cáncer? «Era una cuestión de supervivencia. Fuimos de una oficina a otra y en todas partes nos trataban con desprecio. ¿Acaso no sabíamos que el Senasa (Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agropecuaria) le había otorgado al glifosato la banda verde que garantiza su inocuidad? ¡Que nos dejáramos de payasadas!, nos dijeron», cuenta María Godoy, quien trabaja cuidando niños y el resto del tiempo lo dedica a la causa.

En 2001, atendiendo a sus reclamos, el médico Medardo Ávila Vázquez, por entonces subsecretario municipal de Sanidad, dispuso que se tomara muestras de sangre a los niños que vivían más cerca de las plantaciones de soja. De los 142 chicos sometidos al examen, 114 presentaron altas concentraciones de glifosato en la sangre, y de endosulfan, el agroquímico que los propietarios de los campos lindantes, Jorge Gabrielli y Francisco Parra, mezclaban con el glifosato para prevenir otras plagas. El endosulfan es un insecticida clasificado por la Organización Mundial de la Salud como cancerígeno y como un disruptor endocrino que provoca esterilidad en los varones y malformaciones embrionarias.

Un estudio encargado por el Gobierno determinó que en las zonas de mayor exposición al glifosato en Ituzaingó, el 33% de los residentes había fallecido de cáncer, cuando en la población los decesos por esa causa no superan el 17%.

En 2008, Medardo Ávila, quien preside el colectivo Paren de Fumigar, presentó una denuncia contra el aviador y los propietarios de los campos. El pasado agosto la Justicia condenó a Edgardo Pancello a cuatro años de trabajo comunitario y a Francisco Parra a tres años del mismo servicio. Jorge Gabrielli fue absuelto por falta de pruebas.

«La sentencia no se corresponde con los crímenes que cometieron, pero al menos se sentó un precedente histórico. Los sojeros no podrán fumigar impunemente. Y si lo hacen, irán a la cárcel. Así habló la Justicia», concluye Susana Márquez, mientras abraza a su hija Lourdes.