Ayudar a imaginar es, de hecho, una de las principales funciones del cine, tanto para bien como para mal. Para realizar (hacer real) algo necesitamos imaginarlo primero. El cine, que fue posible también por la revolución científico- técnica, nos permite imaginar a través de sus relatos, y el relato que el cine nos cuenta (y aquí queremos incluir películas y series) termina siendo parte del relato mediante el cual nos narramos a nosotros mismos.
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Hubo otro desarrollo paralelo al cine: la televisión. Esto provocó que para ver una película progresivamente se pasara del ritual de asistir a una hora concreta, junto con otros devotos, a la suerte de templos que son las salas de cine (lugares aislados del mundo en los que hay que guardar silencio), al consumo en casa sin ritual alguno. Surgieron entonces los telefilmes y las teleseries, como el equivalente cinematográfico de los restaurantes de comida rápida: muy accesible, tan sabrosa como olvidable y generalmente malsana.
El desarrollo de Internet en las últimas tres décadas ha aumentado este consumo doméstico a través de las plataformas digitales, la mal llamada piratería o la multiplicación de canales televisivos. El cine ahora es accesible desde cualquier lugar y en cualquier formato, incluso a través de un móvil o una tablet. No es extraño cruzarse en el metro con una persona que va viendo una peli o serie a través de su smartphone. Algo que, más allá de la salud mental de dichas personas, supone un íntimo menosprecio al cine como expresión artística y una revalorización del “cine” como producto de consumo, de usar y tirar; y como droga evasiva.
El cine como forma de expresión artística pierde así progresivamente su valor y se transforma en un instrumento del poder, en una herramienta de control social. Lo es para la consolidación de los Estados- nación liberales. Pero se consagra como tal con el desarrollo de “la industria del cine”.
Ésta es ya abiertamente cipaya de los poderes político y económico que, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX, momento en el que emerge el poder angloamericano, fueron viendo en el séptimo arte algo más que un medio de propaganda: un instrumento con el que moldear la sociedad, para debilitarla y domeñarla. Conceptos y cosmovisiones que hubieran sido impensables en el pasado fueron introduciéndose en el imaginario colectivo y posteriormente aceptándose, gracias al cine.
Pero más allá de que el cine en cada obra transmita unas ideas y valores (o antivalores), a veces siguiendo los dictados del poder (la mayoría) y otras oponiéndose a él (la minoría), su consumo, premeditadamente impulsivo y descontrolado, a cualquier hora y de cualquier forma, atomiza a las personas y les impide pensar. Roba horas de lectura, de reflexión, de relación con otros. Sobreestimula y provoca adicción. Genera individuos -no personas- incapaces de reflexionar despacio, en silencio y con profundidad, pues las convierte en adictas a la dopamina, a las emociones constantes, a la fantasía cada vez más desconectada de la realidad. Personas emotivas, manipulables, fragmentadas, aisladas, explotables.
Lo cierto es que los problemas reales, que tienen que ver con la desafección y la polarización política, con la explotación económica, el empobrecimiento y el descarte, y el reduccionismo antropológico materialista (ya sea post o transhumanista), quedan orillados en la impotencia o sublimados en la sublime alienación alentada por el cinematográfico “capitalismo del deseo”. Cuando el poder quiso eliminar los vínculos de las personas para convertirlas en individuos y hacerlas así más controlables, no dudó en emplear el cine para ello, cada vez de forma más descarada y sin freno.
La nuestra, como cualquier otra sociedad, necesita del cine como expresión artística para desentrañarse, para reflexionar sobre su propia forma de ser y de organizarse. Necesita de un cine que denuncie los abusos del poder sobre el débil, que proponga modelos de vida, de comportamiento, de organización, de relaciones humanas. Que haga imaginar utopías, que genere esperanza en la construcción de un mundo mejor. Que inocule ese deseo en los corazones. Pero para ello el cine debe desprenderse de las garras del poder. El cineasta debe contar historias por vocación y no por afán de lucro, si bien es cierto que el trabajador merece su salario. Es por eso que se precisa de nuevas formas de hacer y distribuir cine que no dependan de mecenas, de inversores multimillonarios. Porque quien paga manda y si el cine no encuentra la forma de autogestionarse, seguirá siendo creado al dictado del poder.