Sabemos, con cierta aproximación, lo que son el marxismo, el socialismo, el comunismo, el anarquismo, pero cada vez resulta más difícil definir el significado del término izquierda, no necesariamente unido a los anteriores por cuanto su sentido es ante todo relativo, situacional: ya Lenin, en un célebre escrito, consideraba al izquierdismo una enfermedad infantil del comunismo[1]. Hoy en día, padecemos esta corrupción –ciertamente pueril- del término izquierda, cuando ciertos personajes mediáticos se yerguen como faros morales so pretexto de estar más a la izquierda que nadie; y lo hacen bajo la más inane de las formas de la seudoizquierda, lo progre.
Por José Luis Muñoz de Baena. Doctor en Derecho y en Filosofía
Conviene aclarar el motivo de esta corrupción del significado de la izquierda, que requiere una explicación previa: si algo define a las izquierdas, es la llamada cuestión social y, más concretamente, la cuestión de la justicia social. Esta es una manifestación de lo que Aristóteles denominaba justicia distributiva[2]: la justicia en el ámbito social y político trata del adecuado reparto de los bienes. Es importante aclarar que muchos aceptaban ese punto de partida aunque negasen lo social mismo: así, los neoliberales censuran la distribución igualitaria de los bienes en nombre de la justicia social, pero no discuten que la cuestión fundamental sea la de los bienes a la hora de abordar la justicia.
Este es el esquema, aunque solo en el siglo XIX alcanzó un tratamiento similar al actual; cuando, tras la aparición del materialismo histórico desarrollado por Marx y Engels, la distribución de los bienes comenzó a ser planteada, no en el seno de un Estado más o menos benevolente que procedía a realizarla, sino precisamente a partir de la destrucción del Estado mismo, considerado como una superestructura jurídico-política que perpetúa en el poder a la clase burguesa. Desde finales del XIX, en la tradición de este modo de pensamiento, el término izquierda ha sido prácticamente utilizado en exclusiva para designar a las teorías de la justicia de base (re)distributiva que traen causa del marxismo, con diferente intensidad en función de su adscripción al comunismo, el socialismo o la socialdemocracia (en su sentido inicial, no en el actual). Lo cual, por supuesto, no excluye la existencia de una izquierda no marxista.
Este panorama se ha visto radicalmente transformado. Tras la crisis del socialismo real desde 1989, la izquierda marxista comunista, la que persiste en el empeño de una sociedad sin clases, se ha visto perjudicada en su credibilidad por el hecho de que los Estados socialistas realmente existentes no consiguieron acabar plenamente con las clases sociales ni, por supuesto, con el Estado, que en gran medida reforzaron al burocratizarlo. El resultado ha sido una gran indefinición del concepto de izquierda en las sociedades contemporáneas.
Si volvemos a la visión izquierdista de la justicia social, entendida en el sentido distributivo al que me he referido, podemos ver que el impacto de fenómenos relativamente cercanos –años ochenta- como el thatcherismo británico y la reaganomics estadounidense ha enervado la pretensión socialista democrática que, durante los treinta años de oro, pretendió minimizar la lucha de clases a través de políticas de redistribución. Las doctrinas económicas neoliberales sostienen que la justicia social no es un sueño, sino una pesadilla; que los impuestos elevados lastran el crecimiento económico, la intervención estatal en la economía de mercado es ilegítima y desleal y las subvenciones convierten a los seres humanos en esclavos dependientes[3].
Esta posición ultraliberal no debería afectar al sentido en que entendemos la izquierda política, puesto que se sitúa en sus antípodas. Sin embargo, su influencia es tan grande, que ha marcado el campo de juego para prácticamente todas las demás. Lo adelantaré: la práctica totalidad de la teoría de la justicia actual no solo no es de izquierdas, sino que se asimila plenamente al neoliberalismo. El fenómeno ha tenido dos fases:
–La seudoizquierda socialdemócrata, que apareció como un intento de superar la lucha de clases sin recurrir a la revolución, hoy ha traicionado plenamente sus orígenes. Renunció desde hace decenios a cualquier tipo de transformación social radical[4] y a la propia terminología de orientación marxiana: hoy en día, la referencia a las clases sociales y a la lucha de clases se considera improcedente en el discurso socialdemócrata, para la cual esos términos, ínsitos en su tradición intelectual, suscitan escándalo[5].
-La seudoizquierda postmoderna es el siguiente paso en la degradación de toda idea de izquierdas. Ante un panorama de creciente eliminación -aún más, de casi total imposibilidad- de las políticas sociales, sometidas a la dictadura neoliberal del control del déficit, la actual seudoizquierda, consciente de la enervación progresiva de todo deseo de transformación social, ha hecho bandera de las identidades, cuya defensa sale casi gratis y no genera déficit. El mecanismo es sencillo: la lucha de clases como criterio de opresión es progresivamente sustituida por la lucha de identidades, la transformación social relativa al justo reparto de los bienes se convierte en una transformación cultural centrada en el reconocimiento de las identidades, reales o imaginadas (en sentido estricto, autopercibidas)[6].
Esto nos permite ver que el eje de la justicia social se ha desplazado o, en términos más precisos, se ha roto: lo esencial no es ser trabajador o ciudadano, sino pertenecer a una minoría racial, religiosa, étnica o a un grupo humano que siente en términos parecidos. Por supuesto, la atención a las minorías es esencial en cualquier discurso de izquierdas; lo que hace preocupante a las seudoizquierdas posmodernas es que en ellas la preocupación por lo diverso no es la consecuencia de la búsqueda de lo común, sino su sustituto. Precisamente aquí está la clave de la desaparición del sentido de la izquierda, en su olvido de lo común. De este modo, todo elemento del discurso marxista queda eliminado de estas ideologías, que se limitan a exacerbar la diferencia en lugar de la vieja aspiración a la igualdad.
Y aquí viene lo más chocante: ambas direcciones de la seudoizquierda confluyen con frecuencia, pues tanto una como otra articulan esta obsesión por la diferencia a través de una herramienta típicamente liberal, los derechos. El narcisismo hace nacer todos los derechos imaginables, muchos de ellos bajo las formas casi infinitas de regular la justicia deseada, el orden ausente, la ofensa autopercibida (todas menos una, la eterna y más genuina: la opresión de los económicamente poderosos sobre los débiles)[7]. Cualquier pretensión, por singular que sea, encuentra su lugar en una sociedad capitalista de masas, donde el ciudadano se ha convertido en cliente. En mayo del 68 quedó bien claro: los realistas piden lo imposible. He aquí, con el correr de los años, el patrón común a la neoizquierda, a la seudoizquierda: el deseo humano, un deseo autopercibido y soberano, es el nuevo dios[8]. Se acabaron las huelgas, la solidaridad de los oprimidos, las formas variadas, modestas, con frecuencia impotentes, de la lucha de los trabajadores. Los derechos, he ahí la clave. Los derechos como trasunto de las identidades, como valiosas mercancías electorales[9]. El neoizquierdismo no molesta al sistema: es como un niño caprichoso, pesado, pero que reclama a todas horas sus chucherías. El consumidor perfecto. El círculo del izquierdismo infantilizado se cierra: puedes cambiar de sexo cuando quieras, puedes incluso retornar a tu sexo original y hasta cambiar de nuevo[10]. Como reza el neoliberal lema de tantas películas de Hollywood, puedes lo que quieras. Yes, we can, es decir, Podemos. La izquierda no está, tampoco se la espera.
Los viejos referentes izquierdistas quedan así reducidos a meros lemas, mercancías electorales sin más vinculación con lo real que los anuncios de electrodomésticos o de coches[11]. Y, a la vez que la política adopta esquemas publicitarios, el fenómeno se invierte: la publicidad adopta lemas falsamente políticos[12]. El totalitarismo del mercado, por utilizar la expresión de Hinkelammert.
El espacio disponible me obliga a parar aquí. Las izquierdas deben recuperar la lucha de clases, la plusvalía, la distinción entre valor de uso y de cambio; todo ese apartado conceptual marxiano que sigue tan vigente en el actual neocapitalismo financiero. El discurso sobre los derechos ha de derivar del de la justicia social, no al revés; el todo político no es la suma de sus partes. Al modo en que esta conceptualización marxista podría eludir sus dos némesis históricas (la confusión entre lo público y lo estatal, la dicotomía entre planificación y mercado) me propongo referirme en otro texto; el presente está concluido.
[1] Lenin, V. I., La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo, prol. A. Woods, Fundación Federico Engels, 1988.
[2] Aristóteles, Ética a Nicómaco, Madrid (trad. M. Araujo y J. Marías), CEPC, 1985, V, 2, 1130b a 1131a.
[3] La actual presidenta de la Comunidad de Madrid, singular personaje que ha hecho de su feudo electoral la región con menor porcentaje de gasto público en sanidad y educación, ha ahondado en esta posición al afirmar -en el mismo sentido que el argentino Milei- que la justicia social es un invento de la izquierda. Esa afirmación es un motivo de orgullo para quienes nos decimos de izquierdas, pero es falsa (salvo que consideremos de izquierdas, por ejemplo, a la doctrina social de la Iglesia católica; de hecho, hasta el discurso franquista, nada sospechoso, manejaba con asiduidad el término). El discurso de Díaz Ayuso y Milei carece de sustancia y es perfecto para un público políticamente poco exigente y consumidor de lemas. Su inanidad intelectual resulta patética, pero no debe ser infravalorada: es perfecta para un tiempo en que la ocurrencia más necia es aplaudida en las redes… y votada en las elecciones. Por otra parte, la correlativa inanidad de las seudoizquierdas ha sido el caldo de cultivo de estos monstruos que, como tantos otros, han surgido del sueño de la razón.
[4] El PSOE es el ejemplo más señero: nada queda en él de izquierdista, más allá de una huera invocación social en su lenguaje. Representa y defiende a la perfección los intereses de los grandes grupos empresariales nacionales e internacionales; es uno de los mejores aliados del imperialismo estadounidense y su brazo europeo, la OTAN; ha permitido que la especulación haga casi imposible la vida en las grandes ciudades. Cínicamente, conservan el rojo como su color corporativo (que es como decir de empresa) y en ciertas ocasiones se les puede ver levantar el puño, en obsceno desprecio a cuantos auténticos socialistas combatieron por sus ideas. Uno de sus lemas recientes fue somos la izquierda.
[5] Desde Tony Blair a Keith Starmer, los laboristas, representantes tradicionales del discurso socialdemócrata, se han pasado con armas y bagajes al supuesto enemigo: como los socialdemócratas españoles, adoptan políticas liberales, que apenas se molestan en disimular. Suele decirse que la mayor victoria de Thatcher se produjo tras su abandono del poder a comienzos de los noventa, al conseguir que los laboristas británicos adoptasen políticas conservadoras en lo económico. En los EE. UU. jamás ha habido socialdemócratas en el poder, pero suele considerarse que el Partido Demócrata está más a la izquierda que el Republicano. Sin embargo, si examinamos el caso de Bill Clinton tendremos serias dudas al respecto: al derogar la Ley Glass-Steagall, reforzó el poder de los bancos de especulación frente a los industriales; mediante la aprobación de la ley Helms-Burton (impulsada por dos senadores republicanos ultraconservadores), endureció aún más el embargo contra Cuba.
[6] En la posmodernidad, época esencialmente romántica, lo esencial es el sentimiento y la percepción, al haber desaparecido todo criterio intersubjetivo de realidad, como consecuencia de la crisis de los grandes discursos unificadores en aras de los discursos de especialistas. El arranque de este planteamiento está en el texto de Lyotard La condición posmoderna. Informe sobre el saber. Trad. de M. Antolín, Cátedra, 1994.
[7] Una prostituta explotada tiene derecho a disponer de su cuerpo para venderlo. Una empresa que explote a sus trabajadores crecerá ante la opinión pública en el momento en que devenga queer-friendly. Todos explotados, pero con tres aseos en vez de dos para que la empresa sea zona segura: eres un esclavo con derechos de lo más original, no te quejes. Nuestra neolibertad llena de seudoderechos, sí, es un timo que nos hace sentir libres cuando no lo somos, pero funciona, porque la paradoja está de moda. Ya Marcuse censuraba, en 1964, contradicciones como la bomba atómica limpia; hoy se habla, en los términos del sistema, de catástrofe humanitaria. Con este lenguaje, el sistema tiene todo a su favor.
[8] La Declaración de los Derechos Humanos Emergentes de Monterrey, 2007, habla del “derecho a la ciudad, a la monumentalidad y a la belleza urbanística (…) a un sistema internacional justo (…) a disfrutar del patrimonio cultural de la humanidad, de la Antártida, del espacio ultraterrestre y los cuerpos celestes, de los fondos marinos y oceánicos situados fuera de los límites de las jurisdicciones de los Estados, de los recursos biológicos del alta mar, del clima global, de las obras del espíritu de interés universal que forman parte del dominio público, todas las culturas del mundo y el genoma humano”. Esta declaración es sin duda la más hermosa carta a los Reyes Magos jamás escrita. El problema no estriba en que aquello que en ella se dice no sea digno de protección, que lo es; el problema está en que estas pretensiones no pueden constituirse como derechos. Y las generaciones de DD. HH. continúan aumentando, mientras los de primera y segunda no están en absoluto garantizados.
[9] No en vano ese fue el gran lema de los dos mandatos de Rodríguez Zapatero; la ampliación de los derechos. Los mismos mandatos durante los cuales se repartió cuatrocientos euros a los ciudadanos (que solo beneficiaron a los que tuviesen una mínima capacidad económica, al aplicarse como deducción de la cuota líquida del IRPF), y se prometió en campaña electoral suprimir el impuesto sobre el patrimonio. Thatcher hubiese estado orgullosa.
[10] Art. 47 de la Ley 4/2023, de 28 de febrero, para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI.
[11] La publicidad de una panadería para postmodernos vindica en sus panes y sus bollos el tiempo y su sentir orgánico, la burbujeante y pacífica re-evolución (el pan es ciertamente excelente, pero algunos no vemos bien la relación); un banco proclama en su publicidad la revolución hecha hipoteca. Todo cuanto de bueno e ilusionante produjeron las izquierdas (el universalismo, la fraternidad, la solidaridad, el ecologismo, la transformación social, la aspiración a una vida digna para todos) es triturado por sus enemigos, convertido en marca comercial. Los anuncios para pijoprogres celebran la fraternidad universal en el espacio místico de la neorreligión globalizada de lo politically correct. No lo diga sin tomar aire, podría marearse.
[12] “El autócrata que decide continuamente llenar de sentido las cáscaras vacías de las palabras, el ciudadano alienado de un país democrático que vota por un candidato como si adquiriese una mercancía, la agencia semipública que llena los medios de jerga economicista, no son lo mismo, pero todos ellos manifiestan de modo diferente un idéntico mal, característico del mundo moderno y posmoderno: la reducción de lo político a la voluntad de poder o de vender, el tratamiento de la verdad como un objeto más en la omnipresente (i)lógica del mercado. La continua elección los caracteriza, a cada uno desde su ámbito propio: una elección que nunca es tal porque deja intacto el sistema y apenas toca lo esencial”. Muñoz de Baena, J. L., La abstracción del mundo. Sobre el mal autoinmune de la juridicidad moderna, p. 335. El ilustre izquierdista Foucault, agudo diagnosticador de la Modernidad desde el mero poder, está, sin haberlo pretendido, tras esta perversión que, al negar una instancia que dé sentido al contrapoder, acaba por igualar todos los poderes, por someterlos finalmente al dictamen del mercado. No en vano Habermas lo denominó joven conservador.