Carlos de Foucauld

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Tuvo por maestros supremos a Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Y desde ellos como europeo tuvo la osadía de adentrarse en el corazón de África para ser prójimo, colaborador y hermano con todos…

¿QUIÉN es este hombre a quien la Iglesia, desde la sede del apóstol Pedro en Roma, reconoce como exponente auténtico de la fe en Cristo, modelo posible de vida cristiana y adelantado de una fraternidad universal, que religa a todos los hombres en una familia? ¿En qué medida un joven militar francés, que compartió los sueños coloniales de Francia en África del Norte, durante fines del XIX y comienzos del XX, puede ser hoy un espejo que refleja la santidad de Dios y en esa luz alumbrar a los cristianos y guiar a todos los hombres?

Nacido en Estrasburgo (1858) de familia noble y rica, Carlos, vizconde de Foucauld, huérfano temprano de padre y madre, pasa dos años en la escuela militar de San Ciro y otros dos en la de Saumur. Entre 1883 y 1884 inicia viajes de explorador en Marruecos, y sus publicaciones le ganan el respeto entre los científicos. Allí se realiza su primer encuentro con la fe de los musulmanes y el descubrimiento del islam; secreto inicio de un movimiento que años después (1886) le llevó a una conversión y cambio radical de vida.

De regreso en París, su encuentro con un sacerdote ejemplar, Henri Huvelin (1838-1910), le abre al universo real de la fe: el Dios vivo, como primera palabra, posibilidad y necesidad del hombre. Eso fue la conversión para él: descubrimiento del Dios viviente, como amor, reconocimiento de la propia existencia en su luz y necesitando de él como necesitan las plantas de la luz para crecer, florecer y fructificar. Lo mismo que para San Pablo, también para Carlos de Foucauld la conversión, fe y descubrimiento de su misión futura fueron un mismo acto. «En el mismo momento en el que creí que existía Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa más que vivir para él: mi vocación religiosa data de la misma hora que mi fe» (Carta 14 agosto 1901).

Descubrir la forma y exigencias concretas de esa vocación duró largos años y le llevó por rodeos lejanos y meandros dolorosos. En 1890 ingresa en la Trapa de Nuestra Señora de las Nieves en Francia, pasando luego al priorato que esta abadía tiene en Akbés (Siria, 1890-1896). Aquí le nace un deseo profundo de revivir el evangelio en su gestación silenciosa: «la vida de Nazaret». No nos solemos percatar de que el cristianismo se refiere casi exclusivamente a lo que Jesús dijo, hizo, padeció y experimentó en los tres últimos años de su vida. Pero, ¿qué hubo antes? Si él es el Hijo de Dios encarnado, ¿cómo fue esa existencia de 30 años de trabajo en Nazaret, su participación en nuestro destino, su oración, su relación con los hombres, su propio misterio interior? ¿Cuál es el equivalente de ese misterio suyo en nuestra vida?

Volver a la raíz para estar enraizados y no desarraigados, volver a los inicios para tener principios y fundamentos, es una necesidad originaria del hombre. Esto en cristiano significa volver a Nazaret y a Belén para ver surgir a Jesús, surgir con él y como él, asistir admirados al fundamento que Dios puso en él y aprender con él a poner los fundamentos de la propia fe en el Padre, de la personalísima relación con él, de la misión de la Iglesia en el mundo. A Nazaret y a Belén volvió san Jerónimo y fueron los primeros lugares que visitó Pablo VI cuando salió de los muros del Vaticano. Allí están la raíz y savia de la revelación divina, de la experiencia cristiana y de la fraternidad universal que deriva de ellas.

Carlos de Foucauld une este descubrimiento de la gracia con su primera pasión de naturaleza: África, el islam, el desierto, una presencia itinerante, colaboradora y fraterna con las poblaciones saharianas de Marruecos y Argelia. Ya sacerdote, ermitaño, explorador, se instala primero en Béni-Abbés, luego en el Hoggar y finalmente con los tuareg en Tamanraset. ¿Qué intenta hacer allí, él solo? Ser como Jesús en Nazaret, sin pretender otra cosa que convivir, ofrecer hospitalidad, ser una alabanza incesante delante de Dios y una intercesión perenne en favor de los hombres. Tres eran los centros de su vida: vivir el Evangelio, para que Jesús viva en nosotros; amar la eucaristía para que Jesús esté en nosotros, como él está en el Padre; ejercer la pobreza como forma suprema de atención, solidaridad y amor al prójimo pobre.

Alrededor de estos tres quicios (Evangelio, Eucaristía, Pobreza) giran las actitudes fundamentales que moverán todo su hacer y estar: fraternidad, projimidad, solidaridad. Su ermita estuvo siempre abierta a todos: «dar hospitalidad a todo el que llega, bueno o malo, amigo o enemigo, musulmán o cristiano». Así se convierte en el hermano universal, más allá de razas, culturas, religiones. «Quiero habituar a todos estos habitantes, cristianos, musulmanes, judíos e idólatras, a mirarme como su hermano, el hermano universal» (Carta 7 de enero 1902).

Silencio de oración y alabanza ante Dios a la vez que convivencia y promoción de los tuareg, cuya lengua y cultura conoce a la perfección. Recoge siete mil versos de su poesía, de memoria casi todos, anotados en cuadernos a lo largo de los años pasados en el desierto. Reescribe poemas y proverbios y los traduce al francés. Elabora en cuatro tomos un «Diccionario francés-tuareg y tuareg-francés», además de una gramática. El 28 de noviembre de 1916 escribe en sus notas: «Final de las poesías tuaregs». Tres días más tarde, el 1 de diciembre de 1916 era asesinado en su ermita de Tamanraset. La guerra y la violencia acabaron con aquel hombre que había sido todo él don y paz.

¿Quedaría apagada para siempre aquella voz y sofocado aquel fuego? Pensó en una familia religiosa de «Hermanos y Hermanas de Jesús» y para ellos escribió unos estatutos, que explicitarían esa forma de vida de Nazaret: adoración divina y convivencia humana, obediencia a la voz del Padre a la vez que destino compartido con los que viven en los extremos márgenes de la pobreza, exclusión social y desamparo. A su muerte no le había seguido nadie. Una asociación de amigos contaba con 49 miembros que mantendrían vivo su espíritu, hasta convertir al Hermano Carlos en uno de los primeros maestros espirituales del siglo XX. Su vida espiritual, su lectura de la Biblia y su propuesta evangélica nos son accesibles en sus múltiples pequeños escritos, cuya edición completa en francés abarca 17 volúmenes. Su oración «Padre, me pongo en tus manos» es ya un texto clásico, recitado y memorizado por millones de creyentes. Su legado fue recibido y mantenido por cuatro grandes nombres: Luis Massignon, el gran conocedor del mundo árabe y de la mística; René Bazin, el académico que con su célebre biografía de 1921 acercó su figura de héroe y místico a las generaciones nuevas; J.M. Peyriguère (fallecido en 1959) que revive con iniciativas personales el espíritu del hermano Carlos; R. Voillaume, orientador de las «Fraternidades» que surgen a partir de 1933, a la vez que extiende a todos los cristianos la vocación de Nazaret con su obra clásica: «En el corazón de las masas» (1950) y a través del Padre Congar influye decisivamente en el Concilio Vaticano II para hacer presente y programáticos el problema «la Iglesia y la pobreza en el mundo».

Él, que fue «el monje sin monasterio, el maestro sin discípulos, el penitente que sostuvo en su soledad, la esperanza de un tiempo que no iba a ver» (R. Bazin), un siglo después es padre de muchos. En los últimos decenios han surgido múltiples agrupaciones, en estructura religiosa o seglar, de sacerdotes y de laicos, que se remiten a su figura y quieren vivir, seguir su espíritu: Hermanitas y Hermanitos de Jesús, del Evangelio, Fraternidades Carlos de Foucauld, Jesús-Cáritas… Están presentes en todo el mundo; no hay barriada, ciudad portuaria o arrabales de gran urbe donde no haya una pequeña casa abierta en la que se adora al Santísimo siempre y siempre es acogido el prójimo. Pero ese silencio y hospitalidad suyos no hacen ruido, por ello no son noticia y pocos saben que existen. ¿Cuántos supieron en Nazaret que Dios estaba conviviendo con ellos en la casa de al lado?

Carlos de Foucauld tuvo por maestros supremos a Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Y desde ellos como europeo tuvo la osadía de adentrarse en el corazón de África para ser prójimo, colaborador y hermano con todos. Un cristiano en medio de musulmanes reviviendo la gesta de Nazaret: Dios siendo prójimo de los hombres, de cada hombre, sin preguntar por su identidad ni diferencia. La beatificación de este hombre el 13 de noviembre no es un hecho particular solo; es una proclamación universal: desde que Dios fue prójimo nuestro, cada ser humano es un hermano, y esa fraternidad es criterio, fundamento y límite de toda relación humana, también entre Europa y África, entre cristianos e islam. Y no hay projimidad donde no hay reconocimiento y solidaridad, justicia y misericordia, aceptación de la diferencia y ejercitación de la identidad.