El siglo XX ha pasado a la historia como el siglo de los totalitarismos. Pero, además, ha sido también el siglo del cine, que desde sus orígenes ha mantenido una relación de mutua fascinación con los regímenes totalitarios. Esto ha permitido que, por un lado, el cine se haya convertido en testigo del desarrollo de este fenómeno político, y, por otro, que se hayan producido interesantes reflexiones fílmicas en torno al hecho en cuestión.
Publicado en la revista solidaria Autogestión
Para intentar explicar la raíz del totalitarismo, nos tenemos que remontar al siglo XVIII. La racionalidad instrumental tal como fue descrita por los pensadores de la escuela de Frankfurt Theodor Adorno y Max Horkheimer da cuenta de cómo la Ilustración inició un proceso de simplificación del mundo. Una reducción a las categorías científicas tecnológicas. Se introduce la idea de que el mundo social no puede ser entendido desde sí mismo, desde su lógica y sus valores propios, sino que tiene que tener siempre un sentido instrumental al servicio de ciertos fines que vienen dados por el modelo de racionalidad científico-tecnológica. Esa es la semilla que posteriormente originaría, entre otras razones, la instauración sin resistencia de los totalitarismos durante el siglo XX, como consecuencia de una concepción político-social que se centraba en la validez formal de las normas, dejando de lado hechos y valores.
Hoy en día, el discurso tecnocrático no es algo esencialmente diferente del discurso totalitario clásico, sino que es posiblemente una nueva forma de él, porque en su pretensión ideológica de reducirlo todo a un único criterio, lo que está haciendo es dejar una realidad completamente plana, que elimina todos los aspectos complejos de la misma y los deja reducidos a uno solo que, por supuesto, tiene detrás al poder. El totalitarismo del futuro no va a ser tan estúpido como para volver a venir con camisas pardas, sino que es más esperable que venga, como ya pasa, con chaqueta y corbata (todos recordamos los “hombres del maletín negro” que llegaban desde Bruselas para leerle la cartilla a los países en crisis hace unos años…). Estos son los modos de la racionalidad que se están imponiendo a todo el mundo con las consecuencias terribles que ya sabemos, especialmente para los más débiles…
Esa esencia tecnocrática que tiene hoy la semilla del totalitarismo se puede ver muy gráficamente en la escena clave de la reclamación de la multa de uno de los capítulos de la película Relatos Salvajes, de 2014. El funcionario de turno le dice al protagonista, Ricardo Darín, que el hecho de que el cordón de pintura esté descolorido y borrado no le libra de la multa por vehículo mal estacionado. Independiente de que estén mal señalizadas, la información de las calles en las que se puede estacionar o no, está en la página web del Departamento de Tránsito… Es decir, la validez formal de las normas se antepone a valoraciones morales de justicia o de empatía incluso.
Si tuviéramos que buscar un criterio para definir lo que es el totalitarismo, lo encontraríamos, por un lado, en la referencia a un partido único, que vertebra todas las instituciones del Estado, y por otro, en una ideología común en ese partido, que está representada y encarnada en un jefe supremo, por tanto, en un supremo intérprete. Es una ideología que se considera una auténtica verdad, que se extiende por el cuerpo social de tal manera que no queda sitio para nada más y que aspira a dar un sentido unívoco a la vida de la gente. Esto se consigue mediante un control férreo de los medios de comunicación, para que la población tenga su mente puesta en la verdad única que se le está transmitiendo.
Además, es muy característico que esa verdad se presente en un sentido positivo, es una verdad que “mejorará el mundo”, acabando con todos sus males
Además, es muy característico que esa verdad se presente en un sentido positivo, es una verdad que “mejorará el mundo”, acabando con todos sus males. En el fondo, estos no serían parte de la realidad de que está hecha nuestra vida cotidiana, sino, simples imperfecciones que hay que eliminar. La película alemana La Ola, de 2008, es un buen ejemplo de esto estamos diciendo. Esta película se basa en un hecho real, un experimento realizado por un profesor en un instituto en California en los años 60 para hacer entender a los alumnos los peligros de volver a caer en las redes del totalitarismo.
Algo muy singular y característico del totalitarismo es lo dado que es a la paradoja, porque, por ejemplo, se suele decir que la democracia es lo contrario del estado totalitario, y esto, esencialmente, es cierto, pero es singular constatar que el modelo democrático radical que produjo el siglo XVIII, el modelo roussoniano, es un modelo con tendencia totalitaria, en el que los sujetos, concebidos de una manera discreta, de una manera separada, escindida, se unen en un auténtico cuerpo místico que es la famosa «volonté genérale», que es mucho más que la suma de las voluntades individuales, y, a partir de ese momento, esa voluntad general, se constituye en el único referente de lo bueno y de lo malo, de lo correcto y de lo incorrecto. Porque no hay criterio externo a ella, para juzgarla. Es muy paradójico, en este sentido, que un fenómeno tan laico como la constitución de la prefiguración del Estado contemporáneo, en su vertiente totalitaria, que parece el colmo del laicismo, tenga una factura esencialmente teológica, porque lo que hace esa voluntad general, en su omnipotencia, es atribuirse los predicados que se le daban a cierta teorización de Dios del final de la Edad Media.
Si es coherentemente omnipotente, no está sujeto a ninguna estancia previa, no tiene por qué depender de la lógica, del sentido común, de las matemáticas, de la naturaleza… y, por lo tanto, puede dictar una verdad a la que todo el mundo debe someterse. Y todo aquel que quiera revelarse contra esa voluntad, en la medida en que esa voluntad es, en algún modo, la suya, estará actuado como sujeto privado y egoísta y no como el sujeto público que en todo momento debe ser, y, por tanto, el Estado, en este caso concreto, a través del partido y de sus órganos, tendrá el deber de corregirle. Esto es lo que se percibe de forma muy clara y terrible en la novela 1984, que tiene un trasunto fílmico muy fiel en la famosa película de Michael Radford y, de manera particular, en la escena de la tortura de Winston: “¿Cuántos dedos te estoy mostrando, Winston?”. “Cuatro.” “¿Y si el Partido dice que no son cuatro, sino cinco? Entonces… ¿cuántos son?” “Cinco.” “No, eso no es. Estás mintiendo. ¿Cuántos dedos, por favor?” “Cuatro, cuatro, dime, ¿qué tengo que decir? Cinco, cuatro, lo que tú quieras, pero, por favor, basta. Quítame el dolor, por favor.”
Hay otra película, la famosa La Naranja Mecánica (1971), de Stanley Kubrick, que ilustra muy bien el modo de obrar de los totalitarismos. En esa película se plantea una terapia conductista pura y dura para reconducir, social y moralmente, a un sujeto muy desviado. Es un auténtico experimento de ingeniería social, en el cual lo que se pretende es sencillamente erradicar el mal, una concepción muy totalitaria. Y, en ese sentido, hay una escena de esa película en la cual, después del experimento de condicionamiento al que ha sido sometido el sujeto, se percibe hasta qué punto ya no es capaz de hacer ningún mal a la sociedad, pero también ha sido privado de lo que le constituye como sujeto capaz de tener un mundo moral propio.
Cómo esa maquinaria manipula al individuo hasta forzarlo a hacer lo que no quiere, traspasando la barrera de su propio compromiso moral para cometer al final sin contemplaciones un asesinato legal
A esto se suma que uno de los medios más importantes por el que se implantaron los totalitarismos fue la administración. La gigantesca maquinaria burocrática que se desarrolló durante el siglo XIX mediante la cual el estado iba absorbiendo a la sociedad civil. Esto es clave para entender la deriva totalitaria posterior. Y es que la gran ventaja de la maquinaria burocrática es su despersonalización. La pretensión de no interpretar, de no necesitar comprender, de decidir de modo casi automático, es un esquema que reúne muchos modos de lo totalitario. Que eso se haga en nombre de la dictadura del proletariado o de la raza es casi lo menos importante. Por incomodo que nos resulte hoy, la tendencia del derecho y el estado contemporáneos es totalitaria. Un testimonio muy elocuente de cómo el hombre contemporáneo puede acabar cayendo en las ruedas de esta maquinaria burocrática es El verdugo, de Berlanga (1963). Cómo esa maquinaria manipula al individuo hasta forzarlo a hacer lo que no quiere, traspasando la barrera de su propio compromiso moral para cometer al final sin contemplaciones un asesinato legal. La famosa escena en la que ambos, verdugo y ajusticiado, son arrastrados al garrote vil, se la relata un amigo abogado al propio Berlanga, pues ocurría así a veces en la realidad, y fue ese el detonante para que él hiciera este impresionante alegato contra la pena de muerte.
Viene a cuento en este momento mencionar la noción de “banalidad del mal”, que surgió en un contexto histórico muy preciso. Hannah Arendt asistía como corresponsal al proceso celebrado en Jerusalén contra Adolf Eichmann en 1961, quien fuera un alto funcionario del Tercer Reich capturado en Buenos Aires por el Mossad. Con la expresión “banalidad del mal” ella identifica un tipo de mal nunca visto en la historia de la civilización. Un mal de tipo político, casi imposible de vencer por su penetración profunda en la sociedad. Un mal que progresa generando una indiferencia hacia el otro, que es aprovechada por el poder para imponerse. Eichmann, como burócrata, simboliza a la perfección la tendencia totalitaria de una administración, cuyas órdenes emanaban directamente del Führer, y que para él, obedecerlas, era un asunto incuestionable como ejercicio del deber. Es famoso el experimento que realizó Stanley Milgram, psicólogo de Yale, en 1963. Buscaba medir el grado de obediencia a la autoridad de un individuo en situaciones límite, incluso en el caso de que estuviera en contra de sus más elementales convicciones éticas. El film Experimenter: la historia de Stanley Milgram, de 2015, relata los entresijos del mismo. Milgram, años después, tras la gran repercusión y polémica que tuvo su experimento, concluyó que «puede ser que seamos marionetas, marionetas controladas por los hilos de la sociedad. Pero al menos somos marionetas con percepción, con conciencia. Y quizás nuestra conciencia sea el primer paso para nuestra liberación».
Esta conciencia no es posible identificarla con la autoconciencia del yo, pues puede ser a veces un mero reflejo del entorno social o puede derivar de una carencia de autocrítica, de una incapacidad para escuchar la profundidad del propio espíritu. La reducción del hombre a su subjetividad, no libera en absoluto, sino que esclaviza. Nos hace totalmente dependientes de las opiniones dominantes y rebaja también día a día el nivel de estas últimas. Quien equipara la conciencia a las convicciones superficiales, la identifica con una seguridad pseudo-racional, entretejida de autojustificación, conformismo y pereza. La conciencia se degrada a la condición de mecanismo autoexculpatorio, en lugar de representar propiamente la transparencia del sujeto para lo divino y, por tanto, también la dignidad y la grandeza específicas del hombre. En este sentido, es estremecedor el alegato que hace Burt Lancaster en la película Vencedores o vencidos, de 1961, sobre los juicios de Nuremberg. Nos sigue interpelando también moralmente hoy en día: “Soy consciente. ¡Claro que soy consciente! Mi abogado les haría creer que no sabíamos de los campos de concentración. Que no sabíamos nada… ¿Dónde estábamos? ¿Dónde estábamos cuando Hitler empezó a vocear su odio en el Reichstag, cuando arrastraron a nuestros vecinos en mitad de la noche hacia Dachau? ¿Dónde estábamos cuando cada pueblo de Alemania tenía una estación donde llenaban vagones de ganado con niños llevados a su exterminio? ¿Dónde estábamos cuando nos gritaban en mitad de la noche? ¿Estábamos sordos? ¿Mudos? ¿Ciegos? Mi abogado dice que no sabíamos nada del exterminio de millones. Él le daría la excusa de que tan sólo sabíamos del exterminio de unos cientos. ¿Eso nos hace menos culpables? Quizás no conociésemos los detalles. pero si no supimos, ¡fue porque no quisimos saber!”
Se podían cometer los más atroces abusos contra las personas sin que ello fuera la consecuencia de malas intenciones
Mientras que Hannah Arendt en su obra Los orígenes del totalitarismo caracterizó los comportamientos abusivos totalitarios como males radicales, lo sucedido durante el proceso a Adolf Eichmann le hizo cambiar de parecer. Se podían cometer los más atroces abusos contra las personas sin que ello fuera la consecuencia de malas intenciones. «Los nazis habían actuado de manera que cada alemán estaba al corriente al menos de una historia horrible», escribe Hannah Arendt. «Por lo tanto, no había necesidad de conocer todos los crímenes cometidos en su nombre de manera precisa para comprender que se había convertido en el cómplice de un crimen inconfesable.» Aunque la tesis de la banalidad del mal ha sido últimamente cuestionada, eso demuestra que después de tantos años, sigue todavía generando debate. A pesar de sus errores, los textos de Arendt no han sido superados. El motivo radica en que lo nuclear de Eichmann en Jerusalén es su capacidad de seguir suscitando reflexiones en torno a preguntas para las que todavía no hemos encontrado la solución definitiva. Igual que le pasa a Milgram con su experimento.
Para Arendt, una de las conclusiones más importantes de Los orígenes del totalitarismo que deberíamos tener en cuenta hoy es el hecho de que, aunque los regímenes totalitarios desaparecieran del mundo, los elementos del totalitarismo permanecerían. “Las soluciones totalitarias», escribió, «pueden sobrevivir a la caída de los regímenes totalitarios en forma de fuertes tentaciones que surgirán siempre que parezca imposible aliviar la miseria política, social o económica de una manera digna del hombre». Arendt descubre que los regímenes de Hitler y Stalin destruyeron la vida pública y privada. Los movimientos totalitarios utilizan la ideología para aislar a los individuos. Las ideologías se basan en procedimientos lógicos de pensamiento que están divorciados de la realidad. El pensamiento ideológico insiste en una «realidad más verdadera», que se oculta tras el mundo de las cosas perceptibles. Al inyectar un significado secreto en cada acontecimiento y experiencia, los movimientos ideológicos se ven obligados a cambiar la realidad de acuerdo con sus pretensiones una vez que llegan al poder. En El doctor Zhivago, la fantástica novela de Boris Pasternak, y en su recreación fílmica de David Lean, el idealista Pasha se transforma en el totalitario Strelnikov y la escena del encuentro con Zhivago en el tren refleja claramente esto que estamos explicando.
La soledad surge cuando el pensamiento se divorcia de la realidad, cuando el mundo común ha sido sustituido por la tiranía de las exigencias lógicas coercitivas
Dice Hannah Arendt: «El sujeto ideal del régimen totalitario no es el nazi convencido ni el comunista convencido, sino personas para las que ya no existe la distinción entre realidad y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) ni la distinción entre verdadero y falso (es decir, las normas del pensamiento).» Y qué mejor película para explicar esta enajenación de la realidad que Her, de Spike Jonze (2013). Y no creamos que está muy lejos de la realidad este caso: los responsables de la agencia de publicidad catalana que ha creado la primera influencer española hecha con inteligencia artificial explican que cada dos por tres reciben mensaje de fans enamorados que quieren contactar con ella por privado…
Para Arendt los movimientos totalitarios son organizaciones de masas de individuos atomizados y asilados que exigen una lealtad total. Para hacer que los individuos sean susceptibles a la ideología, primero hay que arruinar su relación consigo mismos y con los demás, haciéndolos escépticos y cínicos, para que ya no puedan confiar en su propio juicio. Una vez que el pensamiento ideológico ha echado raíces, la experiencia y la realidad ya no influyen en el pensamiento. En su lugar, la experiencia se ajusta a la ideología en el pensamiento. Por eso, cuando Arendt habla de la soledad, no sólo se refiere a la experiencia afectiva de la soledad: habla de una forma de pensar. La soledad surge cuando el pensamiento se divorcia de la realidad, cuando el mundo común ha sido sustituido por la tiranía de las exigencias lógicas coercitivas. Cuando uno se somete a la autocompulsión del pensamiento ideológico, renuncia a su libertad interior para pensar. Esta sumisión «prepara a cada individuo en su solitario aislamiento contra todos los demás» para la tiranía y la violencia. Aquí, es paradigmático en este sentido los extremos a los que puede llevar el síndrome de la soledad urbana que se ve en la famosa escena de Robert de Niro delante del espejo en Taxi Driver, de Martin Scorsese (1976).
¿Qué es lo que permite a los hombres dejarse llevar? Arendt sostiene que el miedo subyacente que atrae a la ideología es el miedo a la autocontradicción.
Este miedo a la autocontradicción es la razón por la que el propio pensamiento es peligroso: porque el pensamiento tiene el poder de desarraigar todas nuestras creencias y opiniones sobre el mundo. El pensamiento puede desestabilizar nuestra fe, nuestras creencias, nuestro sentido de autoconocimiento. El pensamiento puede despojarnos de todo lo que apreciamos, lo que confiamos, lo que damos por sentado cada día. El pensamiento tiene el poder de hacernos perder el control. Y las ideologías, como las sirenas de la Odisea de Homero, nos atraen. Pero quienes sucumben al canto de sirena del pensamiento ideológico, deben alejarse del mundo de la experiencia vivida. Al hacerlo, no pueden enfrentarse a sí mismos en el pensamiento porque, si lo hacen, corren el riesgo de socavar las creencias ideológicas que les han dado un sentido de propósito y lugar. Dice Hannah Arendt, que carecer de un “pensamiento representativo”, es decir, cuando desatendemos todos aquellos aspectos del dolor de los demás, de las circunstancias de los demás… toda esta carencia reflexiva es la noción de banalidad del mal. Esto queda perfectamente sintetizado en el discurso final que la fantástica Barbara Sukowa hace en la película Hannah Arendt (2012): «Desde Sócrates y Platón entendemos que el pensamiento es algo así como el diálogo silencioso que el alma tiene consigo misma. Al negarse a ser una persona, Eichman pasó a ser su propia víctima, renunciando sin saberlo a una de sus grandes facultades: la capacidad de pensar. Y como consecuencia cuando dejó de pensar dejó de discernir. Fue la incapacidad de pensar la que hizo posible que muchos hombres digamos, normales y corrientes, cometiesen actos de barbarie a una escala enorme, actos que nunca antes se habían visto jamás.
Es cierto, he tratado estos temas desde una perspectiva principalmente filosófica. La esencia del pensamiento, del pensamiento al que me refiero, no es la del conocimiento sino la que distingue entre el mal y el bien, entre lo bello y lo feo. Y lo que yo busco es que el pensar de fuerza a las personas para que puedan evitar los desastres en aquellos momentos en los que todo parece perdido.»
Manuel Arrebola. Arquitecto.