Fabrice Hadjadj: «Mientras nos absteníamos de la Eucaristía nos llenábamos de videojuegos»

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“Para conservarnos mejor hemos dejado de tener hijos, hemos vaciado las iglesias y llenado las pantallas”. Con la pandemia, la utopía se ha derrumbado: “Han vuelto los miedos ancestrales y, con ellos, la sabiduría de los antiguos”

Alain Finkielkraut ha dicho de él: “Fabrice Hadjadj lleva nombre árabe, es judío de nacimiento y católico por elección”. Este filósofo francés, director de Philanthropos, el Instituto Europeo de Estudios Antropológicos con sede en Bourguillon, padre de ocho hijos, nacido en una familia judía del Maghreb, hijo de padres maoístas que participaron en el 68, converso al catolicismo, tiene un perfil prácticamente único en la cultura francesa, a la que ha contribuido con un pensamiento inclasificable.

En 2011, el papa Benedicto XVI lo llamó para que dialogara en el Atrio de los Gentiles, en París, junto a Jean-Luc Marion y Julia Kristeva.

“Siempre he sido creyente, lo que es bastante comprensible: procedo de una familia bastante atea. He creído en la playmate del mes de Playboy (o de Newlook, que significa ‘nueva mirada’). Durante un instante creí que mi sexo era sólo un género y una ficción (pero un instante después vi pasar una chica muy guapa y la ficción me pareció real como un árbol en primavera). He creído en la Revolución francesa y en la revolución socialista, si bien mi padre estaba sólo inscrito en la CFDT [Confederación Francesa Democrática del Trabajo]… He creído en Nietzsche, convencido de que yo estaba más ‘Allá del bien y del mal’, y en Georges Bataille, aunque era demasiado tímido para comprometerme completamente con la disciplina de la orgía. Luego creí en Hegel, para intentar recapitular todos los momentos precedentes de mi creencia. Más tarde, de vuelta del ‘saber absoluto’, creí en Céline, predicando el evangelio del ‘Viaje al final de la noche’. Contemporáneamente creí en el budismo zen -lo admito- y me acuclillé con directores comerciales y profesoras menopáusicas para admitir la maravilla de mi vacuidad íntima. Naturalmente, en todo esto creía mucho en mí  mismo y, sobre todo, creía que no era creyente. Y un día, ¡zas!, el torrente de la vida se llevó todo este misticismo. Redescubrí que era judío y francés y, seguidamente, descubrí en los antiguos libros en francés que Dios se había hecho judío. Así, me hice cristiano. Y también católico. Se acabaron los tiempos en los que era tan crédulo. Y fue el inicio de una profunda -y humillante- objetividad”.

Hadjadj ha estudiado Filosofía en la Sorbona con Jean-Louis Chrétien. Entre sus numerosos libros Tenga usted éxito en su muerte. Anti-método para vivir [publicado en español por Nuevo Inicio], que ha ganado el prestigioso Grand Prix Catholique de Littérature, hasta Perché dare la vita a un mortale [Por qué dar la vida a un mortal]. Durante el confinamiento, Hadjadj ha escrito un artículo para La Vie en el que explica que “durante el mayo del 68, la psiquiatra Elizabeth Kübler-Ross acabó de escribir su famoso libro sobre los ‘últimos momento de la vida’.

En él distingue las cinco fases a las que tenemos que enfrentarnos cuando sucede lo irreparable: la negación, la rabia, la negociación, la depresión y, por último, la aceptación, que llega sólo al final de un largo camino. En este periodo de epidemia todos están adoptando su pequeña estrategia de evitación. Sobre todo los intelectuales. Porque a los intelectuales la crisis no les afecta como a los bares, sus negocios no están en peligro. Son los especialistas de la negociación. Los colapsólogos hacen colapsología; los alterglobalistas afirman que es el final de la globalización; los globalistas que esta es la demostración de la necesidad de un gobierno global; los que están a favor de un poder autoritario felicitan a China y sus medidas drásticas; los ateos aprovechan la ocasión para confirmar que Dios no existe; los fundamentalistas exageran para confirmar que el mundo sólo es un valle de lágrimas; los ambientalistas señalan el cielo azul sobre Pekín, el agua transparente de los canales de Venecia, los pájaros que vuelven a las ciudades… La verdad, sin embargo, es que hay un momento en el que estamos atrapados y nuestros sistemas se colapsan, incluidos los que afirman ser ‘antisistema’ y ya han anunciado la caída”.

Hadjadj, que está vinculado a la cultura italiana por una relación que se remonta a cuando estudiaba a Dante en el instituto Carnot de Túnez, ha aceptado hablar con Il Foglio acerca de la crisis de nuestro mundo sacudido por la pandemia.

Muchos han dicho que los países occidentales han demostrado estar apegados a la cultura de la vida, sacrificando la economía.

“Desde un cierto punto de vista se puede decir que se ha preferido la vida humana a la producción de mercancías. El confinamiento ha -como se dice- paralizado la ‘economía’ o, mejor, le ha puesto el bozal al consumismo y esto para proteger especialmente a una población anciana, ‘inactiva’, que constituye un coste para la sanidad pública. El ‘sistema’, que debería haber apostado por los corceles jóvenes del rendimiento, ha preferido tenerlos atados en sus establos y ocuparse de los caballos que están en reposo. La vida, por tanto, ha sido preservada -cueste lo que cueste, podríamos decir- sin preocuparse de los valores de la bolsa y sin considerar las posibles repercusiones en el trabajo de muchos. ¿Significa que nos hemos acercado a la cultura de la vida? Lo dudo. Porque, por otro lado, debemos reconocer tres cosas.

En primer lugar, preservar una población europea que, de todas formas, es prevalentemente anciana no significa necesariamente abrirse al don de la vida: en Francia, por ejemplo, temiendo las consecuencias del confinamiento de los cuerpos sexuados, se ha facilitado el acceso a las píldoras abortivas y el plazo para su prescripción ha sido ampliado de las siete a las nueve semanas. Se han pospuesto las operaciones quirúrgicas de pacientes oncológicos, pero para el gobierno ‘el aborto sigue siendo un tratamiento de urgencia’.

En segundo lugar, como ha observado Michel Houellebecq, la pandemia ha reforzado la lógica del ‘sin contacto’, que ya era la gran tendencia en una sociedad cada vez más conectada, es decir, desencarnada. El ‘quedarse en casa’ ha llevado hasta la cima a los gigantes de internet (un aumento del 30-35 por ciento para Netflix y Amazon, que han conquistado ulteriores cuotas de mercado, mientras que los teatros y los pequeños negocios han bajados las persianas). Se ha prohibido a los fieles ir a la iglesia y mientras nos absteníamos de la Eucaristía, nos llenábamos de videojuegos: Minecraft, Fortnite y Twitch han batido récords.

En 1968, la gripe de Hong Kong mató a un millón de personas, pero nadie pensó en secuestrar a la gente en su propia casa. Lo que ha hecho posible este confinamiento no ha sido tanto el renacimiento de la cultura de la vida, como un recrudecimiento de la subcultura digital.

En tercer lugar, la salud es sin duda un fin, pero un fin intermedio. Como dice muy bien Nietzsche, la pregunta más importante no es: ¿cómo conseguir garantizar mi bienestar? Una tal ambición es la de un enfermo. La persona que se encuentra bien, que tiene salud, más bien se pregunta: ¿en qué gastaré mi energía? Se pregunta sobre lo que vale la pena, lo que merece sacrificios. De hecho, el sacrificio no es negación, sino que es una profusión de vitalidad, una sobreabundancia que hace que no se tenga miedo de entregar la propia vida, y entregarla por otro. La fecundidad es más importante que la longevidad. El valor de un ser no se mide por su duración, porque en tal caso las piedras serían mejor que las flores. La vida no tiene como objetivo la conservación de sí misma. El canto de un pájaro contribuye ciertamente a su conservación (marcar el territorio, atracción de la pareja sexual, etc.), pero el pájaro no canta para conservarse, sino que se conserva para cantar, para que en la naturaleza aparezca siempre el ruiseñor y su melodía que ilumina la noche.

Una cultura centrada exclusivamente en la conservación de la vida es una cultura de muerte. Por otra parte, para estar tranquilos y conservarse mejor, los europeos ya no tienen hijos”. De paradoja en paradoja, “el gobierno, que duda respecto a la cloroquina, no ha dudado en cambio en permitir el rivotril”. La referencia es a la decisión de conceder por decreto el uso, también en casa y en las residencias, del rivotril, un fármaco utilizado en los tratamientos paliativos para enfermos terminales, lo que ha generado acusaciones de eutanasia de los más ancianos.

Hadjadj no cree que haya un acercamiento al cristianismo y el cardenal Robert Sarah se pregunta incluso si “la Iglesia se ha convertido en algo inútil para la sociedad”. “No creo que un acontecimiento pueda automáticamente acercarnos a la gracia”, dice Hadjadj a Il Foglio.

“Cuando uno se cruza con una mujer bella por la calle puede, o celebrar la providencia porque no deja de multiplicar las maravillas, también para los demás, o también puede intentar seducirla y caer en el adulterio. Platón hablaba de la prueba de la belleza. Lo mismo vale para la del horror: algunos, atravesándola, llegarán a ser más grandes; otros, en cambio, empequeñecerán irremediablemente; algunos darán prueba de heroicidad, otros de bajeza.

Si hay algo que nos enseña la cultura judeocristiana es precisamente esto, que no tiene nada que ver con los programas de desarrollo personal, ni con las soluciones de los algoritmos decisorios. La Biblia no nos habla de una liberación del tipo ‘estábamos en una cueva oscura y he aquí que un salvador nos lleva hacia la luz’.

Nos habla, ante todo, de personas que están en la luz, que reciben todos los dones y que, en su libertad, hacen un mal uso de ellos: es la caída de Adán, son las revueltas en el desierto tras la salida de Egipto, es el altivo enriquecerse sobre la Tierra prometida, que lleva a olvidarse de los mandamientos del Eterno.

San Luis, en su testamento, le decía a su hijo: ‘No le hagas la guerra a Dios con sus dones’. Todo es don y, por ende, todo es drama, porque todo depende de lo que hagamos con esos dones. ¿Obtendremos gratitud u orgullo? ¿Compartición o pretensión?

Si la epidemia del coronavirus es un acontecimiento, habrá un antes y un después. Pero nada nos garantiza que el después será mejor que el antes. Y, además, ya sea que se crea en la parábola de la semilla buena y la cizaña, o que hagamos referencia al proverbio latino: Optimi corruptio pessima [La corrupción de lo mejor es lo peor], contemporáneamente estarán lo mejor y lo peor hasta el Apocalipsis final, que será la última catástrofe y la última revelación”.

Le Monde, en una amplia encuesta, se preguntaba: “¿Qué futuro les espera a las 42.000 iglesias que hay en Francia si el número de creyentes desciende inexorablemente? Si bien la venta de una iglesia es vista como un sacrilegio por los cristianos, su mantenimiento, muy costoso, obliga a las diócesis a tomar decisiones que a veces son dolorosas”. “Desde 2011 he ordenado a cuatro sacerdotes y he enterrado a 56”, ha dicho Jacques Habert, obispo de la diócesis de Séez. Y hay quien teme la transformación de la Catedral de Notre-Dame en un museo.

“El futuro de Notre-Dame -hacer de ella un museo o no- no está, en principio, en manos de las autoridades públicas”, dice Hadjadj. “Su futuro está, ante todo, en nuestro corazón. El incendio nos hizo llorar porque puso de manifiesto ante nuestros ojos que, aunque seamos católicos devotos, nuestra fe ya no es la de los constructores de catedrales. No tenemos las mismas técnicas (tenemos más tecnología que técnica), ni la misma estética (el sentido del símbolo ha sido sustituido por el gusto de la realidad), ni la misma práctica (el ritual se ha despojado, tal vez a ventaja de la comunión fraterna). He aquí la paradoja: rehacer Notre-Dame igual significaría no tener en cuenta la fe viva y actual por lo que, en el fondo, estaríamos aún en un museo: un museo con sus ritos, naturalmente, con sus comparsas que representan el papel de los cristianos de ayer, pero que no corresponden necesariamente a los cristianos de hoy. Sin embargo, si rehacemos Notre-Dame partiendo de la tecnología contemporánea, que en gran parte se basa en una falsa concepción del hombre, que deprecia el cuerpo, el trabajo manual, la verdad de la carne, la gratuidad del espacio, estaríamos evitando el museo para entrar en la moda, huyendo de la petrificación para sumergirnos en la innovación, es decir, en la obsolescencia. Ya Victor Hugo habló del final de Notre-Dame como edificio edificante: con la invención de la prensa, la enseñanza ya no tenía que pasar por la arquitectura, sino a través de los libros. La novela de Hugo suplantó a la catedral. Sigue siendo verdad que lo esencial no se encuentra en los muros, sino en los fieles, las famosas ‘piedras vivas’ de las que habla san Pablo. Y, al mismo tiempo, siendo los fieles hombres, necesitan una realidad sensible, la majestuosidad sobria de un lugar que los lleve y los conecte con la historia.

La verdad judeocristiana es la de un Dios que se revela a través de la historia. Nada que ver con el islam, donde la divinidad se manifiesta toda ella desde el inicio y la historia es sólo una serie de falsificaciones y restauraciones. Nada que ver con el budismo occidental, donde lo divino se da en el momento presente, como si no tuviéramos nada mejor que desear que un éxtasis de peces rojos”.

Alain Finkielkraut dice que el nihilismo no ha vencido durante la pandemia. “El nihilismo no es un riesgo, o sea, es el riesgo de la ausencia de riesgos”, explica Hadjadj.

“Una buena parte del nihilismo consiste, de hecho, en rechazar cualquier forma de riesgo, en querer una vida segura, sin dramas, en la que no suceda nunca nada. Además, la lucha contra el nihilismo no se remonta al mes pasado, sino que se inicia bajo el árbol del conocimiento del bien y del mal, cuando ya nada puede huir a la explotación, cuando ya nada está reservado a la contemplación. Queremos comer las manzanas de Cézanne y beber las botellas de Morandi. La palabra queda reducida a información, el amor a satisfacción, los dones a datos que se intentan calcular para obtener lo mejor.

El nihilismo que se declara tal es el menos peligroso. El peor es el que no es consciente de sí mismo, que se oculta bajo el disfraz del optimismo. El progresismo, con su innovación destructora, es nihilista. El transhumanismo, el animalismo y el survivalismo son nihilistas porque se niegan a considerar la naturaleza humana como fundamentalmente vinculada a la cultura y la historia.

Se admira el cyborg pero ya no se considera al niño, en el que toda la historia debe ser retomada desde el inicio. Se sabe cómo sobrevivir en la jungla, pero ya no se sabe cómo tocar la música de Nino Rota o leer a Manzoni. A un Don Rodrigo tecnócrata le gustaría conseguir que la aventura del hombre y de la mujer que se casan, tienen hijos y transmiten su herencia y la promesa de sus padres fuera caduca. Ahora Renzo sería un funcionario internacional prisionero de su Smartphone y Lucía, después de la intervención quirúrgica, militaría para ser llamado Lucio, o tal vez Luci, que es más neutro y tecnoliberal” [Renzo, Lucía y Don Rodrigo son los personajes principales de la obra de Alessandro Manzoni, Los novios].

Hadjadj ha escrito que “se promueven en nombre del amor, y no de la verdad, el aborto, la eutanasia, el matrimonio unisex, el consumismo y el transhumanismo. La unión de la razón técnica y el sentimentalismo genera este monstruo: una compasión armada que pretende fabricar un individuo pacificado pisoteando el dato natural. Por ejemplo, en nombre del amor al niño se le priva de un padre y una madre para confiarlo a los expertos: ingenieros que lo seleccionarán genéticamente, pedagogos que le permitirán adquirir las competencias más adecuadas para una mejor inserción en el mundo del rendimiento”.

Durante años nos hemos divertido con el género, el final de la historia, la globalización feliz, la post-identidad, el posmodernismo. “Esta desesperanza lleva otro nombre: es el optimismo tecnológico, la creencia según la cual la tecnología producirá una vida mejor. Y mientras esperamos, esta tecnología nos proporcionará, por lo menos, unos excelentes medios de diversión, de aturdimiento, tal vez un orgasmo continuo y, en cualquier caso, ciertamente nos proporcionará una eutanasia placentera”.

De repente, todo esto parece haberse perdido, al menos durante unos meses. ¿Qué significa? “Hay un proverbio francés que dice: ‘Expulsad lo natural que vuelve galopando’ [‘La cabra tira al monte’]: basta que llegue la peste y la utopía se derrumba. Vuelven los miedos ancestrales y, con ellos, la sabiduría de los antiguos. Nos damos cuenta de que Tucídides es más cercano que Steve Jobs. Se empieza a leer de nuevo La Iliada y Edipo rey, que no acaban con las epidemias, sino que inician con ellas. Nos acordamos del final del De Rerum Natura, en el que Lucrecio relata cómo, durante la epidemia de tifus de Atenas, las personas se mataban unas a otras para que sus muertos tuvieran un lugar en la hoguera. Obviamente, se redescubren La peste de Camus, La gripe de Peguy y Los Novios, donde el amor es tan fuerte como la muerte que asola Milán”.

Se habla de shock antropológico. “Sí, lo que se abre ante nosotros es la posibilidad de volver a encontrar la continuidad humana. La lógica del apocalipsis es la de una revelación que sucede en la catástrofe. Lo humano se revela en su precariedad -del latín precare, rezar-, es decir, como un ser suspendido en la oración que, encontrándose en un callejón sin salida, siempre puede recurrir a la verticalidad. A menudo se ha dicho que la religión es una huida del mundo y que prospera, como las carroñas, en las desgracias del tiempo. Las cosas van mal en la tierra, pues entonces se implora al cielo. Pero no es así. Quien implora al cielo alcanza la multitud de hombres y mujeres que lo han precedido, vuelve a encontrar el tiempo, la tierra de los vivos y de los muertos, se enrola en la larga descendencia de los pobres pecadores hasta el alba de la humanidad y continúa así la aventura de la historia. Pero esta no es más que una posibilidad y, de nuevo, dicha posibilidad no es automática. También el apocalipsis es una prueba: el alma puede convertirse en la hija de Sion o en la puta de Babel. No nos olvidemos que la virulencia del microbio se ha duplicado a causa de la “viralidad” de internet. El aislamiento no protegido de la primera para, después, exponernos a la segunda. Nos hemos quedado en casa -lo que tienen una casa- para que las estadísticas sobre el exceso de mortalidad nos hipnoticen, por un mundo en el que no sucedía nada más que no fuera el Sars-Cov2. La gente allí seguramente estaba muriendo, pero aquí, donde nosotros somos lo suficientemente ricos para inventarnos unas vacaciones forzadas, sólo tratábamos con fantasmas. La otra posibilidad es, por tanto, perderse en lo virtual, en un capitalismo digital que no hace más que reforzar las desigualdades, escondiéndolas bajo documentales ‘comprometidos’ y denuncias del ‘sistema’ en YouTube para poder lavarnos un poco la conciencia”.

¿Una “vuelta de la tragedia” como se oye, a menudo, decir reiteradamente? “Lo trágico es una cuestión de punto de vista. La historia de un hijo que mata a su padre y se acuesta con su madre puede ser un hecho sórdido de crónica negra. Podemos tratarla como un melodrama, como una farsa, como un problema político. Beckett tirará hacia lo absurdo, Brecht hacia la crítica social. Lo que define la tragedia no es la presencia del mal, sino el hecho de que este mal hace referencia a los dioses y que el hombre, lacerado pero erguido, grita hacia el cielo para acusarlo, sin duda, pero sobre todo porque del cielo sigue esperando una respuesta que no llega.

Para un experto en infecciones, el coronavirus no tiene nada de trágico: es un agente patógeno contra el que hay que descubrir un tratamiento. Pero si comprendemos este agente como el recuerdo de un mal irreductible, un flagelo que cuestiona cualquier progresismo, entonces nos acercamos a la tragedia, porque la experiencia del mal irreductible puede llevarnos a una súplica sin respuesta. Y como hay una súplica, aún hay esperanza. Pero como no hay respuesta, se espera contra toda esperanza.

En el sentido trágico griego prevalece más bien la desesperación. En el cristiano, la esperanza. Sin embargo, en ambos casos hay una persona, sola, pero que al mismo tiempo lleva, ella sola, la herencia de toda una estirpe, y cuya dignidad última se encuentra en una palabra que interpela al abismo”.

Il Foglio Giulio Meotti 14 junio 2020