La mirada de Dios (Guillermo Rovirosa)

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Entre dos ladrones -detalle- (c. 1711), de Ioannis Moskos, escuela cretense. Dominio público vía Wikipedia

Guillermo Rovirosa

Dimas reconoció a Dios en el Cristo crucificado, convirtiéndose así en el primer santo cristiano. Rovirosa trata de reconstruir cómo pudo producirse este hecho en los breves y duros momentos de la crucifixión y compone así una profunda catequesis sobre la conversión, centrada en la mirada misericordiosa de Cristo.

No hay nada que haga suponer que Dimas hubiera tenido algún trato con Jesús antes de la Pasión. Lo mismo pudo ser que sí, que que no. Yo, personalmente, me inclino a creer que no.

En la prisión, como en todas partes, había una desorientación total en los días que precedieron a la detención de Jesús. Pero aquella mañana del viernes corrió como la pólvora la noticia más desconcertante: —¡Ha blasfemado!

Y no de cualquier manera. Aquella era una blasfemia nunca oída; impensable. Se había atrevido a proclamarse Dios. ¿Quién podría tolerarlo? Esta acusación, con excesivos testigos para que nadie pudiera dudar de ella, corría por las calles de la ciudad al mismo tiempo que Jesús, como una piltrafa humana, era exhibido, atado de manos, y llevado y traído de una parte a otra. Y enmudecieron todas las bocas que hasta la víspera aún se atrevían a manifestar sus dudas. Ahora la duda ya no era posible.

El ambiente de la cárcel debía ser muy semejante al de la calle. Las palabras del otro ladrón en la cruz: —¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros, no hacen más que expresar la opinión común en aquellos momentos.

ARTÍCULO PUBLICADO EN EL ID Y EVANGELIZAD 144

La noción que tenían de la divinidad, tanto los hebreos como los demás pueblos, tenía como fundamento principal el temor. El temor de Dios es el principio de la Sabiduría, se lee bastantes veces en el Antiguo Testamento. Dios se manifiesta siempre con mano fuerte y brazo extendido. Cualquier otra forma de manifestarse no podía tomarse como válida.

Dimas seguramente se hallaba sumergido dentro de esta corriente general. Cuando… de repente se encuentra frente a Él, allí delante, a dos pasos. Debió ser en alguno de los intervalos del juicio de Pilato. Sucio, maltrecho, atado de manos, rostro tumefacto, con asquerosas salivas en las barbas… ¿Aquello el hijo de Dios? Mientras Dimas miraba aquello, seguramente que iba moviendo la cabeza de manera muy significativa. Hasta el momento en que aquello miró a Dimas. Y las miradas se encontraron. No hay ningún motivo para suponer que Jesús no mirase con la misma mirada a todos los que en aquellas horas entraron en contacto con Él. Buscaba, dice el Profeta, quién se apiadara de Él, y no lo encontró.

Por una reacción psicológica muy natural y espontánea, los que hasta entonces habían defendido (más o menos) la causa de Jesús, debían ser los que ahora se sentían más defraudados, y los más exagerados en sus improperios. Los otros, los que siempre le habían sido contrarios, debían estar rebosantes de satisfacción. Y las miradas de Jesús no encontraban eco en aquellos ojos demasiado turbios, que no sabían ver más allá de la corteza.

«Así como el Hombre-Dios había decepcionado a todos los que buscaban en Él una superación a todos los héroes humanos, ahora sacudió a Dimas al descubrir una dulzura y una compasión infinitas en una mirada que, humanamente, tenía que estar embrutecida por el rencor, el miedo, el odio, la ferocidad…»

Pero Dimas, como profesional, sabía que los tesoros siempre se ocultan donde menos puede suponerse, y que bajo una pila de estiércol había encontrado más de una vez un montón de oro. Aquella mirada… Los ojos tumefactos eran como los de cualquier otro hombre en semejante situación; pero, la mirada… ¿Qué había en aquella mirada? Dimas no hubiera podido explicarlo (ni nadie), pero vio una luz nunca vista. Aquel hombre no era un hombre como los demás… Así como el Hombre-Dios había decepcionado a todos los que buscaban en Él una superación a todos los héroes humanos, ahora sacudió a Dimas al descubrir una dulzura y una compasión infinitas en una mirada que, humanamente, tenía que estar embrutecida por el rencor, el miedo, el odio, la ferocidad…

Aquello no era posible, pero no podía negarlo; lo tenía delante. En su experiencia de los hombres nunca se había encontrado con nada semejante. Después, los azotes… y todo lo demás que tantas veces hemos leído, o que hemos oído comentar en los sermones, o que nosotros mismos hemos meditado. Me parece que no he de repetir lo que todos sabemos qué le ocurrió a Jesús. Lo que quiero es considerar la revulsión de Dimas como espectador de estos hechos.

En primer lugar, es ciertísimo que los mismos hechos provocaron reacciones muy diferentes entre los que los presenciaron. ¿De qué pudo depender que Dimas sacara unas consecuencias totalmente opuestas a las que sacaron los demás?

Creo que una de las razones puede ser la sorpresa. Dimas seguramente había hablado y oído hablar de Jesús, como uno de tantos temas de conversación, sin darle demasiada importancia, ni tomar partido a favor ni contra. No podemos olvidar que la conversión viene siempre provocada por el contacto con Cristo; éste, y no otro, es siempre el punto de partida.

Cuando uno se ha dejado influenciar por los que hablan de Cristo, y se decide a seguirle, no es a Cristo a quien sigue, sino a una versión determinada de Cristo. Esto es tan cierto para los partidarios como para los contrarios, y aparecen las dos formas de sectarismo.

Todos aquellos contemporáneos del Señor que se fijaban en las exterioridades, a las que daban un sentido absoluto, ya habían tomado partido, y lo tenían por un impostor que abusaba de la credulidad del pueblo, merecedor del desprecio, y hasta de la muerte.

Como no le miraban los ojos, eran incapaces de experimentar la mirada, el contacto con el corazón de Jesús. Esto me parece que pasa constantemente, ya que son muchos (¡demasiados!) los que toman partido contra Jesús por la repugnancia que les provocan ciertas exterioridades de su Iglesia.

El negar a Jesús por apriorismo es un gran mal, al que corresponde otro mal de la misma magnitud, que es el de aceptar a Jesús por apriorismo. San Pablo se quejaba de esto cuando increpaba a los que se decían de Cefas, de Apolo, de Pablo.

No. No son los hombres los que me pueden convertir a Cristo. El único que me puede convertir a Cristo es el mismo Cristo. Éste me parece que es un gran fallo de los cristianos de hoy y de siempre: que seguimos a unos hombres que nos han adoctrinado, pero no nos han convertido. Y faltando la conversión, que es el contacto con Cristo, ha de tenderse necesariamente a que la religión se adapte a mí vivir, en vez de adaptar mi vivir a la religión.

Creo, pues, que la primera sensación que Dimas experimentó fue la sorpresa que provoca lo insólito, lo inesperado, lo inimaginable. Que le obligó a formularse (seguramente que sin palabras) esta afirmación: —Este hombre es diferente de todos los demás. Cuando alguien, delante de Cristo, hace esta afirmación plenamente convencido, ya ha dado el primer paso en el camino de su verdadera conversión. Esto todavía no es la conversión, pero es su principio indispensable.

[…]

Dimas había sido condenado a muerte y él lo sabía. Yo no he pasado nunca por una situación semejante, y no me atrevo a hacer exploraciones en su interior. Pero me parece que ello ha de provocar un trastorno total en las perspectivas habituales del vivir ordinario. Todas las preocupaciones anteriores deben ceder el lugar a una especie de obsesión: me matarán… esto se acaba… estoy perdido… ¿qué puedo hacer?…

La sacudida que experimentó Dimas al mirar la mirada de Jesús se lo hizo olvidar todo. Aquello no lo había visto nunca ni podía sospecharlo. Escrutaba en su memoria para encontrar algo que se pareciera a aquello, pero no encontraba nada. ¿Qué clase de hombre podía ser aquel?

El caso era que la principal acusación de que le hacían objeto era de blasfemo, y Dimas tenía cierta experiencia de esto, por haberlas oído de todas clases, y seguramente también por haber lanzado más de una. Pero aquella mirada no tenía nada que ver con las que había captado en los ojos de los blasfemos, y expresaba un estado de ánimo muy diferente del que Dimas sentía en su interior cuando blasfemaba.

Todo aquello era demasiado extraño; lo tenía ante sus ojos, y su única sensación era de asombro. Cierto, ciertísimo, que Jesús no era un hombre como los demás. De esto estaba segurísimo, sin que nadie se lo hubiera tenido que explicar. Pero… ¿qué clase de hombre era? Ahora recordaba que la blasfemia de que acusaban a Jesús era tan extraña que ni la había oído nunca, ni nunca la hubiera podido imaginar. Que todo un Emperador de Roma se hiciera adorar, ya lo había oído decir, y no le parecía demasiado extraño. Pero que un infeliz  judío del pueblo hubiese dicho: —Dios y yo somos la misma cosa, le hizo reír de buena gana cuando lo supo, y le hizo exclamar: —¡Está loco! Este pensamiento se fue consolidando cuando lo vio en “la fila”, y por el trato que todos le daban. Hasta el momento en que le miró los ojos y recibió dentro de sí aquella mirada… Aquella mirada que separó netamente su vida en dos: antes y después. Dos vidas que nada tendrían que ver la una con la otra.

Aquel hombre no estaba loco. No podía estar loco. Dimas lo sabía segurísimamente, sin poder dar explicaciones, que no hacían falta porque lo había visto. Había visto aquella mirada y no precisaba nada más.

Pero una cosa era que no fuese loco, y otra cosa que fuese Dios. Y no un dios cualquiera, como los de la mitología griega y romana, que todos habían sido hombres, pero que enseguida se veía que eran unos dioses de poco más o menos, sino el Dios de los hebreos, que era un Dios muy por encima de los dioses de los alrededores. Un Dios único, que había hecho el cielo y la tierra, que premiaba a los buenos y castigaba a los malos… ¿este Dios podía ser una misma cosa con Jesús? Un hombre, que hoy es y mañana no es, con todas las taras y debilidades que lleva encima por fuerte que sea, y el Dios altísimo de Israel, creador de todas las maravillas que existen, cuyo poder, sabiduría y perfección no tienen límites, ¿podían ser una misma cosa? ¿Puede un hombre ser Dios? La cabeza le decía que no, que no, y que no. Pero su corazón llevaba la estocada de una mirada que se lo había traspasado.

Esta lucha terrible y grandiosa entre la cabeza y el corazón hay quién la ha llevado dentro de sí durante semanas, meses, y hasta años, como el que escribe estas líneas; para Dimas debió durar muy poco.

La lucha entre la cabeza y el corazón no puede resolverse con la victoria del uno y la derrota del otro, sino con la victoria de los dos. La razón no ha podido explicar la unidad Dios y Hombre que exista en Jesús, ni la podrá explicar nunca, pues se trata de un misterio que está por encima de la razón. Y estar encima no significa estar contra, ni mucho menos.

La razón pura, erigida en criterio único, se encuentra con misterios por todas partes, que llevan a la situación de angustia suficientemente conocida para que yo tenga que insistir. La razón experimental es la que hace salir de la angustia para entrar en la región esplendorosa de la seguridad. La razón experimental, cuyos éxitos nadie puede negar en el campo de la técnica material, tiene que jugar un gran papel en el campo religioso, aunque aquí no puede dejarse de lado el corazón. La razón experimental, en nuestro caso, consiste en no negar “a priori” ni la vida ni las palabras de Jesús, y hacer la experiencia de ellas… ¡a ver qué pasa! Y entonces es cuando se comprueba que toda la explicación, y la única explicación de este universo es Cristo; aceptando el misterio divino, desaparecen como sombras todos los misterios humanos. Y entonces se experimenta dentro de sí mismo toda la maravilla de un corazón que calienta y vivifica el cerebro y de un cerebro que controla y hace latir el corazón.

El primer paso de Dimas hacia la conversión fue (repito) el afirmar que Jesús no era un hombre como los demás; lo que le hizo abandonar su actitud de indiferencia y sustituirla por una atención concentrada. Se daba cuenta de que allí pasaba algo muy importante; tan importante que todo quedaba atrás. Incluso la pena de muerte que habían dictado contra él.

Esta situación duraría desde el momento de la primera mirada hasta después que Pilato presentó el “Ecce Homo” al pueblo, y éste reclamó la sangre de Jesús para que expiara su blasfemia, condenándolo decididamente a la cruz. Desde este momento los acontecimientos se desarrollaron a gran velocidad. Bruscamente echaron mano a los otros dos condenados, y todos al Calvario. Pero Dimas solo tenía ojos para Jesús; de lo suyo ni se acordaba.

Y seguía viendo lo mismo: una figura humana deshecha, sucia, escarnecida, maltratada, llena de heridas y de sangre, agotada… No puede imaginarse a un hombre más abatido ni en mayor abyección, tanto en sí mismo como en los improperios de la jauría furiosa que le rodeaba. Pero llevaba dentro una majestad y un poder de Amor tan nunca visto, que había que rendirse a Él, necesariamente.

Ésta fue la razón experimental de Dimas, que no vio ninguna de las maravillas sobrecogedoras que se contaban del Dios del Sinaí, pero que fue testigo del prodigio único, y sin repetición posible, del Dios del Calvario. El gran milagro del Amor Absoluto que se da a sí mismo por los que ama hasta extremos inconcebibles.

Dimas, que encontraba tesoros ocultos donde los demás no sospechaban nada y pasaban de largo, descubrió que en aquel ser humano envilecido y aplastado, habitaba el mismo Dios. Era verdad: Jesús y el Padre eran una sola cosa. Esto no era ninguna blasfemia.

¡No! No solamente era la  mayor verdad que se había proclamado desde el principio del mundo, sino que era la Gran Verdad, ya que todas las demás son solamente consecuencias de ésta.

Lo más seguro es que los verdugos  empezaron su tarea con Jesús. Mientras Dimas aguardaba su turno, pudo ver nuevamente aquella mirada única, diferente y trastornadora que le manifestaba, con el fulgor de la evidencia, primero la realidad, después el deslumbramiento, y finalmente la infinitud del Dios del Amor. Total: el único Dios desconocido, y el único Dios posible.

La boca de Jesús pronunció entonces aquellas palabras desconcertantes que ningún hombre (que no fuera más que hombre) no hubiera podido proferir nunca: -Padre, perdónalos… Es muy fácil que la mente de Dimas no expresara nada de todo esto que ahora voy escribiendo poco a poco, después de muchas horas  de pensar en ello, ya que la situación en que se encontraba, y la sucesión rápida de los acontecimientos debía atropellar su mente. Tampoco  hacían ninguna falta que lo expresara, porque lo vivía plenamente, que es la forma más perfecta del conocimiento.

Después de las últimas palabras de Jesús, la seguridad de que se hallaba delante de Dios, del Dios auténtico, se hizo absoluta. Había descubierto el gran tesoro escondido, el tesoro de los tesoros. En esto se consumó la conversión de Dimas, y en esto se han consumado después todas las conversiones que ha habido y que habrá hasta el fin del mundo.

Ya que el convertido es siempre (y únicamente) aquel que está tan seguro de que el Crucificado es Dios, que su alegría máxima sería dar la vida como testimonio de su seguridad total y absoluta. Todo lo del mundo es incierto, y puede ocurrir de una manera o de otra; la única afirmación absolutamente cierta es ésta; aquella piltrafa humana clavada en una cruz en el Calvario es el mismo Dios. Por esta afirmación es por la única puerta que se entra en el mundo de la verdad y de la luz; el que la rehúsa sigue viviendo (si esto es vivir) en una caverna mucho más oscura y tenebrosa que la del mito de Platón.

[…]

Y aceptó a Jesús como a su Dios sin haberle visto milagros, ni prodigios, ni saber que resucitaría; conociéndole, en cambio, en la situación más oprobiosa, y en el estado más abyecto a que pueda descender la criatura humana. El campeonato de la abyección y de la humillación lo ganó Jesús con tanta ventaja que nadie jamás se lo podrá diputar. Esto es lo que vio Dimas en Jesús. Y algo más: LA MIRADA, ya lo hemos dicho.

El Centurión también se convirtió en el Calvario, al oír el gran grito que lanzó Jesús como último suspiro. Seguramente que este soldado tampoco condenaba “a priori” a Jesús, y miraba, miraba… Y mirando, quizá miró a los ojos y descubrió (como antes Dimas) que en la luz de aquella mirada estaba el mismo Dios. Jesús miraba (y sigue mirando) a todos, pero me parece que son muy pocos los que le miran a Él escupido, sangrante, deshecho… verdadera imagen de la degradación, para verle los ojos. Porque desde la Pasión, es siempre desde la Cruz desde donde Jesús sigue mirando DE AQUELLA MANERA.

Todo fue excepcional en Dimas, como si Dios hubiera querido hacer simultáneamente la demostración de su Poder: descendiendo Él mismo a lo humano mas abyecto por Amor al Padre, y elevando lo humano más abyecto hasta el Padre, por amor al hombre. Y le infundió el Espíritu de Amor, bautizándolo antes de Pentecostés, y le abrió las puertas de la Gloria, antes de Su resurrección.