Editorial de la revista solidaria Autogestión
El 29 de octubre de 2024 tuvo lugar en la península ibérica una DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos) que provocó una gran descarga de agua cuyas consecuencias fueron dramáticas para varias regiones españolas, especialmente para la Comunidad Valenciana. Todavía no hay un informe completo que evalúe las pérdidas económicas de la tragedia. Respecto a las “pérdidas humanas” tampoco hay un balance definitivo porque no solo están los muertos y desaparecidos por la riada, que superan los 200, sino que está también el impacto psicológico y moral en la población cuyas consecuencias aparecerán sin duda a medio y a largo plazo. Y por supuesto, tampoco hay un balance definitivo del impacto político; no solo de los directamente afectados sino de todos los ciudadanos de España que han visto el fracaso estrepitoso del Estado y de su clase política, militar y funcionarial.
En primer lugar, habría que decir que ha habido falta de responsabilidad política (municipal, autonómica y estatal) porque no se han puesto en marcha medidas preventivas necesarias para evitar, minimizar o paliar las habituales inundaciones en esta zona de España. No solo eso, sino que se ha permitido una urbanización del suelo absolutamente descontrolada que no ha tenido en cuenta estas circunstancias especialmente peligrosas pero prevenibles. La incompetencia y la corrupción han ido de la mano una vez más. Lógicamente esto exige dirimir una serie de responsabilidades de una amplitud enorme ya sea respecto a los diferentes niveles de la administración involucrados como respecto al enorme tiempo de permisividad de los mismos con la corrupción urbanística tanto ilegal como legal.
En segundo lugar, habría que decir que ha habido falta de responsabilidad política y administrativa en el sistema de alarmas.
Muchos ciudadanos fueron literalmente sorprendidos cuando ya se sabía lo que estaba sucediendo. Pero lo más grave no es eso. No había un sistema competente y coordinado entre administraciones y fuerzas de emergencia para enfrentarse a un acontecimiento meteorológico habitual en esta zona que podía llegar a alcanzar magnitudes extremas. Además, y sobre todo, no hay un conocimiento exhaustivo por parte de la administración de los sectores poblacionales más vulnerables que hubieran exigido una atención inmediata. Cada responsable de distrito debe tener un censo de las personas que viven solas, están enfermas, son viejos, etc. y que necesitarían una ayuda directa y sin demora en caso de emergencia.
En tercer lugar, ha habido desde el principio una especial descoordinación en la ayuda cuando no ausencia de la misma. La admiración que nos puede provocar la generosidad espontanea del pueblo, de los profesionales de todo el país y de los voluntarios no puede servir para ocultar las graves deficiencias que se han puesto de manifiesto. El caos ha sido total y prácticamente nadie sabía cómo gestionar los recursos materiales, los profesionales y los voluntarios. No se supo cómo actuar por prioridades ayudando primero a la población más vulnerable. Y tampoco se veló por priorizar aquellas acciones que beneficiaban al bien común antes que al interés propio. Durante la fase de ayudas observamos gente necesitada sin ninguna ayuda; gente que solo se encargaba de salvar lo suyo perjudicando a los más débiles, bloqueando calles o absorbiendo recursos de manera insolidaria; también pudimos ver voluntarios y ciudadanos haciendo acciones absurdas y claramente perjudiciales para la futura reconstrucción.
Otra cuestión que también hay que considerar es lo que podemos denominar genéricamente “profesionalidad”. Había personas, profesionales y voluntarios, con evidentes ganas de trabajar y trabajar con cabeza. Otros no estaban a la altura de las circunstancias ya sea por una indolencia profesional cultivada durante años O porque convirtieron su voluntariado en puro exhibicionismo. Daba la sensación de que se aceptó el caos al precio de no enfrentarse a situaciones objetivamente perjudiciales como el desperdicio de agua o el atasco de los sistemas de saneamiento. Al mismo tiempo llamaba especialmente la atención la buena organización de personas acostumbradas a la gestión asociativa cotidiana como son los miembros de diferentes confesiones religiosas, especialmente la organización y coordinación de la parroquias católicas.
Una cosa está clara, una catástrofe de esta magnitud no se resuelve solo con las fuerzas de la administración; se necesita la colaboración solidaria de todo el pueblo. Pero lamentablemente somos un pueblo que no está acostumbrado a la ayuda mutua, ni a la colaboración y ni a la autogestión cotidiana de nuestras vidas. Tenemos uno de los índices asociativos más bajos y un individualismo que no se rompe de la noche a la mañana. La conciencia política de nuestro pueblo prácticamente se ha reducido a eso que llaman “indignación” que no pasa de ser una reacción que ha dimitido de asumir la gestión directa de los asuntos públicos más importantes. No es más que una pataleta tardía, a veces violenta, que no asume su parte de responsabilidad en la catástrofe. Consecuencia directa de ello es la incompetencia y corrupción de la clase política. Tenemos lo que nos merecemos. La acción de la administración debe gestionar de forma subsidiaria sobre un pueblo que sabe y puede autogestionar sus recursos y que conforma una auténtica comunidad donde se prioriza la atención solidaria siempre de los más débiles.
Es un círculo vicioso. Una administración dirigista, incompetente y corrupta solo puede coexistir con un pueblo adormecido y aborregado que sigue amparando y alimentando a dicha administración. Sin embargo, un pueblo acostumbrado a la autogestión y a la solidaridad exige siempre y en todo lugar una administración subsidiaria competente y honesta.
Llegamos de nuevo a la conclusión de G. Gurvitch “el mundo será autogestionario o no será”